jueves, 15 de septiembre de 2022
Clase sobre el TP de infografía para revolución industrial.
https://drive.google.com/file/d/1BqzT0AkEPjCKS8Yt074FQzGkz3O2jzKI/view?usp=sharing
INDUMENTARIA EN LA REVOLUCION
Indumentaria
revolucionaria y frivolidades radicales
En Francia (abocada a la
revolución) la moda se hizo más rígida, más sofisticada y formalista. En
Inglaterra, que se dirigía hacia un cambio social más ordenado y un desarrollo
industrial explosivo, la moda cambió su tendencia normal y los dictadores de la
moda se decidieron por el atuendo más práctico de las clases obreras. Mientras
los franceses lucían rígidos brocados, los ingleses adoptaron los tejidos de
lana y algodón. A raíz de la Revolución Francesa se produjeron dos cambios
radicales en la moda europea; así, la vestimenta se convirtió en objeto de
propaganda ideológica de la nueva era. En el hombre se volvieron a imponer los
pantalones después de 600 años; los revolucionarios adoptaron la vestimenta de
las clases bajas en lugar de las medias y los calzones usados por la nobleza. Este
traje revolucionario, que evolucionaría hasta llegar a ser el estilo ciudadano
durante el siglo XIX, se componía de una casaca llamada carmagnole, un pantalón
largo llamado sans-culotte, una escarapela tricolor, el gorro frigio y unos
zuecos. En la mujer hubo una vuelta consciente hacia lo que se consideraba el
estilo griego clásico. Desaparecieron durante un par de décadas los corsés, los
guardainfantes y las armaduras, que fueron sustituidos por tejidos ligeros de
aspecto natural, cinturas altas, brazos desnudos y corpiños cortos. Sin embargo,
a causa del caótico clima social que se vivía, aparecieron durante el periodo
del Directorio tendencias absolutamente radicales o frívolas, como es el caso
de los llamados incroyables, hombres que llevaban cuellos altísimos, grandes
solapas, corbatas muy anchas, chalecos de colores estridentes y calzones. La
exageración también estuvo presente en la moda femenina: las merveilleuses se
vestían con tejidos finísimos, casi transparentes. A pesar del miedo a la Revolución que existía
en otros países europeos, la moda francesa logró imponerse y afianzarse. Sedas,
encajes y brocados desaparecieron del atuendo masculino y, durante un tiempo, también
del femenino.
REVOLUCION INDUSTRIAL SEGUN LEWIS MUMFORD
La ciudad en la historia
Sus orígenes, transformaciones y perspectivas
Lewis
Mumford
Capítulo XV. Paraíso
Paleotécnico: Villa Carbón
1. Los
comienzos de Villa Carbón
Hasta el siglo XIX hubo cierto equilibro entre las
diversas actividades en el seno de la ciudad. Aunque el trabajo el comercio
siempre fueron importantes, la religión, el arte y el juego reclamaban su parte
cabal de las energías del hombre de ciudad. Pero la tendencia a concentrarse en
las actividades económicas y a considerar un derroche el tiempo o el esfuerzo
invertidos en otras funciones, por lo menos fuera del hogar, había progresado
ininterrumpidamente desde el siglo XVI. Si el capitalismo tendía a extender el
dominio del mercado y a convertir todas las partes de la ciudad en un producto
negociable, el paso del artesanado urbano organizado a la producción fabril en
gran escala transformó las ciudades industriales en oscuras colmenas que
diligentemente resoplaban, rechinaban, chillaban y humeaban durante doce y
catorce horas por día, a veces sin interrupción el día entero. La rutina
esclavizadora de las minas, el trabajo en las cuales constituía un castigo
intencional para delincuentes, se convirtió en el medio normal del nuevo
trabajador industrial. Ninguna de estas ciudades prestó atención al viejo
dicho: Villa Carbón se especializaba
en la producción de chicos tontos.
Como testigos de la inmensa productividad de la
máquina, los montones de escoria y los montones de basura alcanzaban
proporciones de montañas, en tanto que los seres humanos, cuyo trabajo hacían
posible estos logros, eran mutilados y muertos casi con tanta rapidez como lo
hubieran sido en campos de batalla. La nueva ciudad industrial tenía muchas
lecciones que enseñar; pero para el urbanista su principal lección estaba en lo
que había que evitar. Como reacción contra las fechorías del industrialismo,
los artistas y reformadores del siglo XIX llegaron finalmente a una mejor
concepción de las necesidades humanas y de las posibilidades urbanas. En última
instancia, la enfermedad estimuló los anticuerpos necesarios para curarla.
Los agentes generadores de la nueva ciudad fueron la
mina, la fábrica y el ferrocarril. Pero su éxito en la empresa de desalojar
todo concepto tradicional de ciudad se debió al hecho de que la solidaridad de
las clases superiores se estaba rompiendo visiblemente: la corte se volvía
supernumeraria e incluso la especulación capitalista pasaba del comercio a la
explotación industrial, a fin de alcanzar las máximas posibilidades de
engrandecimiento financiero. En todos los sectores los principios anteriores de
educación aristocrática y cultura rural eran reemplazados por una devoción
exclusiva al poder industrial y al éxito pecuniario, disfrazados a veces de
democracia.
El sueño barroco de poder y de lujo tenía, por lo
menos, conductos de salida humanos y objetivos humanos: los placeres concretos
de la cacería, de la mesa y de la alcoba estaban siempre tentadoramente a la
vista. La nueva concepción el destino humano, tal como la proyectaban los
utilitarios, dejaba poco espacio hasta para los deleites sensuales; se basaba
en una doctrina de esfuerzo productivo, avaricia consuntiva y negación
fisiológica. Y asumió la forma de un desprecio global de las alegrías de la
vida, análogo al exigido por la guerra durante un sitio. Los nuevos amos de la
sociedad volvieron despectivamente sus espaldas al pasado y a todas las
acumulaciones de la historia y se dedicaron a crear un futuro que, conforme con
su propia teoría del progreso, sería igualmente despreciable una vez que, a su
turno, pasara, y fuera entonces descartado en la misma falta de piedad.
Entre 1820 y 1900 la destrucción y el desorden en el
seno de las grandes ciudades son como los reinantes en un campo de batalla,
proporcionados al alcance mismo de sus equipos y del poderío de las fuerzas
empleadas. En las nuevas provincias de la construcción urbana hay ahora que
mantener los ojos puestos sobre los banqueros, los industriales y los inventores
mecánicos. Ellos fueron responsables de casi todo lo que se hizo de bueno y de
casi todo lo que se hizo de malo. A su propia imagen crearon un nuevo tipo de
ciudad, el que Dickens, en Tiempos difíciles, llamó Coketown, o sea
Villa Carbón. En mayor o menor grado, toda ciudad del mundo occidental quedó
grabada con las características arquetípicas de Villa Carbón. El
industrialismo, la principal fuerza creadora del siglo XIX, produjo el medio
urbano más degradado que el mundo hubiera visto hasta entonces, pues hasta los
barrios habitados por la clases dominantes estaban ensuciados y congestionados.
La base política de este nuevo tipo de colectividad
urbana descansaba sobre tres pilares principales: la abolición de las
corporaciones y la creación de un estado de inseguridad permanente para la
clase trabajadora; el establecimiento de un mercado abierto competitivo para la
mano de obra y para la venta de mercaderías; el mantenimiento de dependencias
extranjeras como fuentes de materias primas, necesarias para las nuevas
industrias y como mercados listos para absorber los excedentes de la industria
mecanizada. Sus fundamentos económicos fueron la explotación de las minas de
carbón, la producción muy aumentada de hierro y el uso de una fuente constante
y segura —aunque sumamente ineficaz— de energía mecánica: la máquina de vapor.
En realidad, estos adelantos técnicos dependieron
socialmente de la invención de nuevas formas de organización y administración
corporativas. La sociedad por acciones, la sociedad de responsabilidad
limitada, la delegación de la autoridad administrativa bajo propiedades
divididas y el control del proceso mediante presupuesto y rendición de cuentas,
eran todos ellos aspectos de una técnica política cooperativa cuyo éxito no se
debió al genio de ningún individuo o grupo de individuos determinado. Esto es
válido, asimismo, para lo que concierne a la organización mecánica de las
fábricas, la cual aumentó considerablemente la eficacia de la producción. Pero
la base de este sistema, dentro de la ideología de la época, era, según se
pensaba, el individuo atómico; custodiar su propiedad, proteger sus derechos,
asegurar su libertad de elección y su libertad de empresa era toda la
obligación del gobierno.
Este mito del individuo sin trabas era, en realidad,
la democratización de la concepción barroca del príncipe despótico; ahora, todo
individuo emprendedor trataba de ser un déspota por derecho propio: un déspota
emocional como el poeta romántico o bien un déspota práctico como el hombre de
negocios. Todavía Adam Smith, en La Riqueza de las naciones,* partía de
una teoría amplia de la sociedad política: tenía una concepción acertada de la
base económica de la ciudad y una noción válida de las funciones económicas no
lucrativas. Pero su interés dio lugar, en la práctica, al deseo agresivo de
aumentar la riqueza de los individuos: este era todo el ser y el único fin de
la nueva lucha por la existencia, afirmada por Malthus.
Tal vez el hecho más colosal en toda la transición
urbana fue el desplazamiento de población que se produjo en todo el planeta. Y
este movimiento y reasentamiento fue acompañado por otro hecho de importancia
colosal: el portentoso aumento de la población. Este aumento influyó sobre
países industrialmente atrasados, como Rusia, con una población
predominantemente rural y una tasa elevada de nacimientos y defunciones, tanto
como influyó sobre los países progresivos principalmente mecanizados y que ya
no eran rurales. El aumento general de la población fue acompañado por la
atracción hacia las ciudad del excedente y una enorme ampliación de la
superficie de los centros mayores. La urbanización aumentó en proporción casi
directa con la industrialización: en Inglaterra y Nueva Inglaterra resultó
finalmente que más del ochenta por ciento de toda la población vivía en centros
con más de veinticinco mil habitantes.
A las tierras recién abiertas del planeta,
inicialmente colonizadas mediante campamentos militares, puestos de factoría,
misiones religiosas y pequeñas poblaciones agrícolas llegó una verdadera
inundación de inmigrantes procedentes de países que padecían opresión policía y
pobreza económica. Este movimiento de la población y esta colonización de
territorios asumió dos formas: la representada por los pioneros de la tierra y
la representada por los pioneros de la industria. Los primeros cubrieron las
regiones escasamente pobladas de América, Asia, Australia, Siberia y,
ulteriormente, Manchuria; los segundos trasladaron el excedente que ellos
mismos constituían a las nuevas aldeas y ciudades industriales. En la mayor
parte de los casos llegaron en oleadas sucesivas.
La migración agrícola extendida contribuyó, a su vez,
a introducir en el sistema europeo de agricultura los recursos de partes hasta
entonces inexploradas del mundo, en especial toda una serie de nuevos cultivos
vigorizados, como el maíz y la patata, y ese punzante elemento de descanso y
ritual social que es la planta de tabaco. Además, la colonización de tierras
tropicales y subtropicales agregó otro cultivo vigorizado que, por primera vez,
llegaba a Europa en gran escala: la caña de azúcar.
Este enorme aumento en la provisión de alimentos fue
lo que hizo posible el aumento de población. Y la colonización externa en
nuevos territorios rurales contribuyó así a crear ese excedente de hombres,
mujeres y niños que se canalizó hacia la colonización interna de las nuevas
ciudades industriales y los emporios comerciales. Las aldeas llegaron a ser
ciudades; las ciudades se convirtieron en metrópolis. El número de centros
urbanos se multiplicó; el número de ciudades con poblaciones de más de
quinientos mil habitantes también aumentó. Extraordinarios cambios de escala
tuvieron lugar en las masas de los edificios y las superficies que cubrían:
vastas estructuras se levantaron casi de la noche a la mañana. Los hombres
construían con apresuramiento y apenas si tenían tiempo de arrepentirse de sus
errores cuando ya estaban derribando sus estructuras iniciales para construir
nuevamente, con el mismo descuido. Los recién llegados, niños o inmigrantes, no
podían esperar que se construyeran nuevas viviendas: se hacinaban en lo primero
que se les ofrecía. Fue un período de vasta improvisación urbana: pasaban todo
el tiempo tapando agujeros.
Obsérvese que el rápido crecimiento de las ciudades no
fue un fenómeno que se limitara al Nuevo Mundo. A decir verdad, el ritmo de
crecimiento urbano fue más veloz en Alemania después de 1870, cuando la
revolución paleotécnica estaba allí en pleno desarrollo, que en países nuevos
como los Estados Unidos; y esto pese a que, en esta época, los Estados Unidos
recibían constantemente inmigrantes. Aunque el siglo XIX fue el primer que
rivalizó con los comienzos de la Edad Media, en materia de colonización en gran
escala, las premisas que regían esta empresa eran mucho más primitivas que las
del siglo XI. La colonización por comunidades, excepto en el caso de pequeños
grupos idealistas de los cuales el que tuvo más éxito fue el de los mormones,
ya no era la norma. Cada cual miraba por sí mismo; y se construyeron las
ciudades:
Allí, en los nuevos centros industriales, se daba una
oportunidad de construir con base firme y de comenzar de nuevo; una oportunidad
como la que la democracia había reclamado para sí en el siglo XVIII en materia
de gobierno político. Casi sin excepción se frustró esa oportunidad. En una
época de progreso técnico, la ciudad, como unidad social y política, quedó
fuera del círculo de las invenciones. Excepto en el caso de innovaciones como
las cañerías maestras de gas o agua y el equipo sanitario, que fueron a menudo
introducidas tardíamente, a menudo chapuceramente y siempre mal distribuidas,
la ciudad industrial no pudo señalar ningún adelanto importante en comparación
con la villa del siglo XVII. A decir verdad, las metrópolis más ricas y se privaban a menudo de
requisitos elementales de la vida, como la luz y el aire, que hasta las aldeas
atrasadas poseían aún. Hasta 1838, ni siquiera Manchester y Birmingham
funcionaban políticamente como corporaciones municipales: eran amontonamientos
de hombres, viveros de máquinas, y no agentes de asociación humana para
promover una vida mejor.
2.
Mecanización y Abbau
Antes de proceder a indagar cómo esta enorme
inundación de gente halló cabida en las ciudades, examinemos los supuestos y
las actitudes con que emprendió la nueva tarea de edificación urbana.
La filosofía de la vida predominante era un vástago
de dos tipos de experiencia absolutamente diversos. El uno era el concepto
riguroso de orden matemático procedente del renovado estudio de los movimientos
de los cuerpos celestes, o sea, el modelo supremo de regularidad mecánica. El
otro era el proceso físico de romper, pulverizar, calcinar y fundir, que los
alquimistas, trabajando con los operarios de minas mecánicamente adelantados de
fines de la Edad Media, habían transformado de un mero proceso mecánico en la
rutina de la investigación científica. En la forma que lo formularon los nuevos
filósofos de la naturaleza, no había lugar en este nuevo orden para organismos
grupos sociales y menos aún para la personalidad humana. Ni modelos
institucionales ni formas estéticas, ni historia ni mitos se derivan del
análisis exterior del . Sólo la máquina podía
presentar este orden; y sólo el capital industrial ostentaba una forma
corporativa.
Tan inmersos estamos, todavía ahora, en el medio
residual de las creencias paleotécnicas que no tenemos suficiente conciencia de
su profunda anormalidad. Pocos somos los que valoramos debidamente la fantasía
destructiva que la mina llevó a todos los campos de actividad, sancionando lo
antivital y lo antiorgánico. Antes del siglo XIX, la mina sólo había sido, en
términos cuantitativos, una parte subordinada de la vida industrial del hombre.
A mediados de dicho siglo había llegado a estar en la base de todas sus partes.
Y la difusión de la minería fue acompañada de una pérdida general de la forma a
lo largo de la sociedad, de la degradación del paisaje y de una anarquización
no menos brutal del medio comunal.
La agricultura crea un equilibrio entre la naturaleza
salvaje y las necesidades sociales del hombre. Repone deliberadamente lo que el
hombre sustrae de la tierra; siendo el campo arado, el huerto bien cuidado, el
viñedo apretado, los vegetales, los cereales y las flores ejemplos de propósito
disciplinado, de crecimiento ordenado y de belleza de forma. Por su parte, el
proceso de la minería es destructivo: el producto inmediato de la mina es
desorganizado e inorgánico; y lo que se saca una vez de la cantera o el pozo no
puede ser reemplazado. Agréguese a esto que, en agricultura, la ocupación
continua introduce mejoras acumulativas en el paisaje y una adaptación más
delicada de éste a las necesidades humanas; en tanto que las minas, como norma,
pasan de la abundancia al agotamiento y del agotamiento a su abandono, a menudo
en unas pocas generaciones. Así, la minería presenta la imagen misma de la
discontinuidad humana, hoy aquí y mañana ya no, estando ora febril de lucro,
ora agotada y vacía.
A partir de la década de 1830, el ambiente de la
mina, limitado antes al sitio original, fue universalizado mediante el
ferrocarril. Adonde quiera fueran los rieles, la mina y sus escorias iban con
ellos. En tanto que los canales de la fase eotécnica, con sus compuertas,
puentes y puestos de peaje, con sus ciudades riberas y sus barcazas que se
deslizaba, habían introducido un nuevo elemento de belleza en el paisaje rural,
los ferrocarriles de la fase paleotécnica abrieron grandes brechas: los desmontes
y terraplenes en su mayor parte permanecieron durante largo tiempo sin
vegetación y no se curó la herida en la tierra. Las impetuosas locomotoras
llevaron ruido, humo y cascajo al corazón de las ciudades; y más de un soberbio
solar urbano, como Prince’s Gardens, en Edimburgo, fue profanado por la
invasión del ferrocarril. Y las fábricas que crecieron a la vera de los desvíos
del ferrocarril reflejaron el ambiente de desaliño del mismo. Si fue en la
población minera donde el proceso característico del Abbau se vio en su
mayor pureza, por medio del ferrocarril este proceso se extendió, hacia el
tercer cuarto del siglo XIX, a casi todas las comunidades industriales.
El proceso de des-edificar, como señaló William
Morton Wheeler, no es desconocido en el mundo de los organismos. Al
des-edificar, una forma más avanzada de vida pierde su carácter complejo,
determinando una evolución descendente, hacia organismos más simples y menos
delicadamente integrados. observaba Wheeler,
Esto es exactamente válido para la sociedad del siglo
XIX, y se evidenció con toda claridad en la organización de comunidades
urbanas. Estaba teniendo lugar un proceso de edificación, con creciente
diferenciación, integración y ajuste social de cada una de las partes en
relación con el todo: una articulación en el seno de un medio que se ampliaba
constantemente tenía lugar dentro de la fábrica y, a decir verdad, dentro del
orden económico entero. Cadenas de alimentación y cadenas de producción
complejas se estaban formando en todo el planeta: el hielo viajaba de Boston a
Calcuta y el té hacía la travesía de la China a Irlanda, en tanto que máquinas,
artículos de algodón y cuchillería procedentes de Birmingham y Manchester se
abrían paso hasta los rincones más remotos de la tierra. Un servicio postal
universal, la locomoción veloz y la comunicación casi instantánea, por el
telégrafo y el cable, sincronizaba las actividades de vastas masas de hombres
que hasta entonces habían carecido de los medios más rudimentarios para
coordinar sus tareas. Esto fue acompañado por una constante diferenciación de
oficios, sindicatos, organizaciones y asociaciones, que en su mayor parte
constituían organismos autónomos, a menudo con personería jurídica. Este
significativo desarrollo comunal estaba tapado por la teoría del individualismo
atómico, entonces en boga, de modo que sólo rara vez alcanzó una estructura
urbana.
Pero al mismo tiempo tenía lugar un proceso de Abbau
o des-edificación, a menudo con un ritmo aún más rápido en otras partes del
ambiente: se destruían bosques, se minaban los suelos, y fueron prácticamente
aniquiladas las especies animales enteras, como el castor, el bisonte y la
paloma silvestre, en tanto que el cachalote y la ballena era diezmados en forma
alarmante. Con eso se rompió el equilibro natural de los organismos dentro de
sus correspondientes regiones ecológicas, y un orden biológico más bajo y más
simple —a veces marcado por la exterminación total de las formas predominantes
de vida— sucedió a la implacable explotación de la naturaleza por el hombre
occidental, en beneficio de su economía de lucro momentánea y socialmente
limitada.
Como veremos, esta des-edificación tuvo lugar, sobre
todo, en el medio urbano.
3. Los
postulados del utilitarismo
En la medida en que hubo alguna regulación política
consciente del crecimiento y del desarrollo de las ciudades durante el período
paleotécnico, se la estableció en armonía con los postulados del utilitarismo.
El más fundamental de estos postulados era una noción que los utilitarios
habían tomado, aparentemente sin saberlo, de los teólogos: la creencia en que
un divina providencia regía la actividad económica y aseguraba, siempre que el
hombre no interviniera presuntuosamente, el máximo bien público, a través de
los esfuerzos dispersos y espontáneos de cada individuo sólo interesado en lo
suyo. El nombre no teológico de esta armonía preestablecida fue laissez
faire.
Para entender el singular desorden de la ciudad
industrial es necesario analizar los curiosos preconceptos metafísicos que
dominaban tanto la vida científica como la práctica. era una expresión laudatoria
de la época victoriana. Como en el período de la decadencia griega, el Azar
había sido enaltecido a la condición de divinidad, una divinidad que —así se
pensaba— no sólo tenía el control del destino humano sino también de todos los
procesos naturales. , escribía el biólogo Ernst
Haeckel, Siguiendo el procedimiento
que atribuían a la naturaleza, el industrial y el funcionario municipal
produjeron la nueva especie de ciudad, un amontonamiento maldito de hombres,
desnaturalizado, que en vez de adaptarse a las necesidades de la vida se
adaptaba a la mítica ; un ambiente cuyo mismo
deterioro era prueba de la feroz intensidad de esa lucha. No había lugar para
el urbanismo en el trazado de esas ciudades. El caos no necesita un plan.
No hace falta exponer ahora la justificación
histórica de la reacción del laissez faire: fue una tentativa de
traspasar la red de añejos privilegios, franquicias y reglamentaciones
comerciales que el Estado absoluto había impuesto a la decadente estructura
económica y a la menguante moralidad social de la ciudad medieval. Los nuevos
empresarios tenían buenos motivos para desconfiar del espíritu público de un
tribunal venal o de la eficacia social de las oficinas de circunloquio de la
creciente burocracia impositiva. De aquí que los utilitarios procuraran reducir
las funciones gubernamentales a un mínimo: deseaban tener libertad de acción al
hacer sus inversiones, al levantar industrias, al comprar tierras y al tomar y
despedir trabajadores. Por desgracia, resultó que la armonía preestablecida del
orden económico era una superstición: la contienda por el poder seguía siendo
una sórdida contienda y la competencia individual en pos de ganancias cada vez
mayores indujo a los más afortunados a adoptar la práctica inescrupulosa del
monopolio a expensas del público. Pero el designio no resultó.
En la práctica, la igualdad política que lentamente
fue introduciéndose en las organizaciones constitucionales de Occidente, a
partir de 1789, y la libertad de iniciativa que reclamaban los industriales,
eran aspiraciones opuestas. Para alcanzar la igualdad política y la libertad
personal hacían falta poderosas limitaciones económicas y restricciones
políticas. En los países donde se llevó a cabo el experimento de la igualdad,
sin tratar de rectificar anualmente los efectos de la ley de la renta, el
resultado fue el entorpecimiento del propósito inicial. Por ejemplo, en los
Estados Unidos, el libre otorgamiento de tierra a los colonos, con parcelas de
65 hectáreas, en virtud de la Ley de Heredad, no echó las bases de una
organización política libre: en el lapso de una generación las propiedades
desiguales de la tierra y los desiguales talentos de los usuarios dieron lugar
a crasas desigualdades sociales. Sin la eliminación sistemática de las
disparidades fundamentales que determinan el monopolio privado de la tierra, la
herencia de grandes fortunas y el monopolio de patentes, el único efecto del
liberalismo económico consistía en complementar las antiguas clases
privilegiadas con una más.
La libertad que reclamaban los utilitarios era, en
realidad, libertad para luchar sin trabas y para el engrandecimiento privado.
Las ganancias y las rentas estarían limitadas únicamente por lo que el tráfico
aguantara: quedaban fuera de cuestión las rentas decorosas acostumbradas y el
precio justo. Sólo el hambre, la zozobra y la pobreza —comentó Townsend en su English
Poor Laws al referirse a la legislación inglesa para pobres— podían inducir
a las clases inferiores a aceptar los horrores del mar y los campos de batalla;
y sólo esos mismos eficaces estímulos podían a ingresar como operarios en
las fábricas. Los dominadores mantenían, empero, un frente clasista casi sin
grieta cuando se trataba de cualquier problema que afectara a sus bolsillos, y
nunca tuvieron escrúpulos en actuar colectivamente cuando se trataba de poner
en su lugar a la clase trabajadora.
Esta fe teológica en una armonía preestablecida tuvo,
sin embargo, un resultado importante en cuanto a la organización de la ciudad
paleotécnica. Creó la convicción natural de que toda empresa debía ser dirigida
por individuos privados, con un mínimo de intervención por parte de los
gobiernos locales o nacionales. La ubicación de las fábricas, la construcción
de viviendas para los trabajadores e incluso el abastecimiento de agua y la
recolección de basuras eran tareas que debían estar exclusivamente a cargo de
la empresa privada, en pos de su lucro privado. Se daba por sentado que la
libre competencia escogería la ubicación adecuada, establecería la cronología
adecuada para el desarrollo y crearía una pauta social coherente, a partir de
mil esfuerzos inconexos. O, mejor dicho, no se consideraba que ninguna de esas
necesidades mereciera una estimación racional y un logro deliberado.
Más aún que el absolutismo, el liberalismo económico
destruyó el concepto de comunidad cooperativa y de plan común. ¿No esperaba
acaso el utilitario que de un diseño racional
surgieran del funcionamiento sin restricciones de fortuitos intereses privados
en conflicto? Dando rienda suelta a la competencia sin restricciones, surgirían
la razón y el orden cooperativo; a la verdad, el plan racional, al impedir
ajustes automáticos, sólo podía —según se pensaba— oponerse a las acciones más
altas de una divina providencia económica.
El hecho principal que conviene destacar ahora es que
tales doctrinas minaron la poca autoridad municipal que subsistía y
desacreditaron a la propia ciudad al no considerarla nada más que un —según la física de la época
concebía erróneamente al universo— que momentáneamente permanecían reunidos por
motivos egoístas de lucro individual. Ya en el siglo XVIII, antes de que la
Revolución Francesa o la estuvieran consumadas, estaba
de moda desacreditar a las autoridades municipales y mofarse de los intereses
locales. En los Estados recién organizados, incluso en aquellos que se fundaban
sobre principios republicanos, únicamente contaban para las esperanzas o los
sueños de los hombres las cuestiones de importancia nacional, organizadas por
partidos políticos.
El período de la Ilustración, según expresó en forma
tajante W. H. Riehl, fue un período en que la gente suspiraba por la humanidad
y no tenía corazón para su propio pueblo; en que filosofaban sobre el Estado y
se olvidaban de la comunidad.
A la verdad, el crecimiento urbano había comenzado,
por causas industriales y comerciales, ya antes de que la revolución
paleotécnica estuviera del todo iniciada. En 1685 Manchester tenía
aproximadamente 6.000 habitantes; en 1760, entre 30.000 y 45.000. Para la
primera fecha Birmingham tenía 4.000 y casi 30.000 en 1760. En 1801, la
población de Manchester era de 72.275 y en 1851 era de 303.382. Pero una vez
que la concentración de fábricas promovió el crecimiento de las ciudades, el
aumento de la población se hizo apabullante. Como el aumento producía
extraordinarios oportunidades para lucrar, no había nada en las tradiciones
vigentes de la sociedad que reprimiera este crecimiento; o, mejor dicho, había
todo lo necesario para fomentarlo.
4. La
técnica de la aglomeración
El centro industrial especializado se originó como
una espora, escapándose de la ciudad medieval corporativa, ya en razón de la
naturaleza de la industria —minería o fabricación de vidrio—, ya en razón de
que las prácticas monopolistas de las corporaciones impedían que un nuevo
oficio, como ser el tejido hecho con máquina, se asentara en ella. Pero ya en
el siglo XVI también la industria manual se estaba difundiendo por los campos,
en particular en Inglaterra, con objeto de sacar partido de la mano de obra
rural, barata y sin protecciones. A tal punto se había desarrollado esta
práctica que, en 1554, se promulgó una ley encaminada a poner coto a la decadencia
de las ciudades corporativas, con la cual se prohibía que todo aquel que
viviera en el campo vendiera su trabajo al menudeo, excepto en las ferias.
En el siglo XVII, aún antes de la mecanización del
hilado y el tejido, las industrias pañeras inglesas estaban dispersas en
Shropshire y Worcestershire, hallándose empleadores y obreros dispersos en
aldeas y ciudades de mercado. No sólo ocurría que estas industrias eludían las
reglamentaciones de las ciudades, pues eludían también el pago de las costosas
matrículas de aprendizaje y de las cuotas de beneficencia de las corporaciones.
Sin salario establecido, sin seguridad social, el trabajador, como lo destacó
Adam Smith, estaba bajo la disciplina del hambre, temeroso de perder su
ocupación, escribe,
El uso creciente de la energía hidráulica en la
producción incitó a trasladarse a las tierras altas, donde se contaba con
fuentes de agua, representadas por pequeños y rápidos arroyos o por ríos con
cascadas. Por esto la industria textil tendió a extenderse por los valles de
Yorkshire o, después, a lo largo de Connecticut y el Merrimac, en Nueva
Inglatera; y como el número de sitios favorables en cada trecho era limitado,
conjuntamente con la mecanización aparecieron plantas relativamente grandes,
con fábricas de cuatro o cinco pisos de altura. Una combinación de tierra rural
barata, una población dócil y disciplinada por el hambre, y una fuente
suficiente de energía constante cubría las necesidades de las nuevas industrias.
Pero pasaron casi dos siglos enteros, desde el siglo
XVI hasta el siglo XVIII, ante de que todos los agentes de la aglomeración
industrial estuvieran desarrollados en igual grado. Antes de esto, las ventajas
comerciales de la ciudad corporativa contrapesaban las ventajas industriales de
la energía y la mano de obra baratas que ofrecía la aldea fabril. Hasta el
siglo XIX la industria permaneció descentralizada, en pequeños talleres, a la
escala de la agricultura; en comunidades como Sudbury y villas rurales como
Worcester, en Inglaterra.
En términos humanos, algunas de las peores
características del sistema fabril, las horas largas, el trabajo monótono, los
salarios bajos y el abuso sistemático del trabajo infantil, se habían
establecido bajo la organización eotécnica descentralizada de la producción. La
explotación empezaba en casa. Pero la energía hidráulica y el transporte por
los canales no causaban mayormente daño al paisaje; y la minería y la
fundición, en tanto que permanecieron en pequeña escala y esparcidas, causaron
heridas que se curaban fácilmente. Hoy mismo, en el bosque de Dean, cerca de
Severn, donde las antiguas prácticas de la quema de madera para hacer carbón se
mezclan con las de la minería en pequeña escala, las aldeas mineras son más decorosas
que en zonas más , y tanto las minas como los
montones de escoria quedan fácilmente ocultos por los árboles o casi borrados
por otras formas de vegetación. Lo que produjo algunos de los más horrorosos
efectos urbanos fue el cambio de escala, el apiñamiento ilimitado de
poblaciones e industrias.
La utilización de la máquina de vapor de Walt como
generadora de energía cambió todo esto; en particular, modificó la escala e izo
posible una concentración mucho más densa de industrias así como de
trabajadores, en tanto que apartaba más al propio trabajador de esa base rural
que le daba al habitante del cottage una fuente complementaria de
víveres y cierto toque de independencia. El nuevo combustible aumentó la
importancia de las minas de carbón y fomentó la industria allí o en lugares
accesibles por canales o vías férreas.
El vapor trabajaba con más eficacia en grandes
unidades concentradas, al no estar las diversas partes de la fábrica a más de
medio kilómetro del centro enérgético: cada máquina de hilar o cada telar tenía
que sacar energía de las correas y los ejes de transmisión accionados por la
máquina de vapor central. Cuanto más unidades había en un punto determinado,
más eficaz resultaba la fuente de energía y de aquí la tendencia al gigantismo.
Las grandes fábricas, como las que se desarrollaron en Manchester y New
Hampshire a partir de la década de 1820 —reiteradas en New Bedford y Fall
River—, podían utilizar los instrumentos más nuevos para la producción de
energía, en tanto que las fábricas más pequeñas se hallaban en una situación de
desventaja. Una sola fábrica podría emplear doscientos cincuenta operarios. Una
docena de fábricas de estas dimensiones, con todos los instrumentos y servicios
necesarios, constituía ya el núcleo de una población considerable.
En sus intentos por producir artículos hechos a
máquina, a bajos precios para el consumo en el mercado mundial, los fabricantes
reducían los gastos a cada paso, a fin de aumentar las ganancias. Los salarios
de los obreros representaban el punto más obvio para dar comienzo a esta poda.
En el siglo XVIII, como observó Robert Owen, hasta los fabricantes más
esclarecidos hacían inhumanamente uso de la mano de obra infantil e indigente;
pero cuando se reglamentó legalmente la edad de los niños trabajadores y
disminuyó su suministro se hizo necesario recurrir a otras fuentes. A fin de
contar con el excedente necesario de trabajadores que permitiera satisfacer la
mayor demanda, en los períodos más activos, era importante para la industria
establecerse en las proximidades de un gran centro de población, ya que en una
aldea rural el mantenimiento de los desocupados podía recaer directamente sobre
el propio fabricante, quien, a menudo, era el propietario de los cottages
y bien podría, durante una paralización de la actividad fabril, perderse sus
alquileres.
El ritmo maníacodepresivo del mercado, con sus
arrebatos e interrupciones, fue el que dio tanta importancia para la industria
al gran centro urbano. Porque al recurrir, según las necesidades, a un filón de
mano de obra excedente, que se empleaba a intervalos, los nuevos capitalistas
conseguían rebajar los sueldos y satisfacer toda demanda súbita de mayor
producción. En otras palabras, el tamaño ocupó el lugar de un mercado de mano de
obra eficazmente organizado, con normas sindicales para los jornales y bolsas
públicas de trabajo. La aglomeración topográfica fue el sustituto de un modo de
producción bien calculado y humanamente regulado, como el que se viene
desarrollando en el último medio siglo.
Si la fábrica movida por el vapor y productora para
el mercado mundial fue el primer factor que tendía a aumentar la superficie de
congestión urbana, después de 1830 el nuevo sistema de transporte ferroviario
contribuyó, por otra parte, considerablemente a ella.
La energía estaba concentrada en las minas de carbón.
Allí donde se podía extraer carbón u obtenerlo mediante medios baratos de
transporte, la industria estaba en condiciones de producir regularmente durante
todo el año sin paros causados por falta de energía, debido a la estación. En
un sistema de negocios basado en contratos y pagos a fecha fija, esta
regularidad resultaba sumamente importante. De este modo el carbón y el hierro
ejercían una fuerza de gravitación sobre muchas industrias auxiliares y
secundarias; primeramente, a través de los canales y, después de 1830, a través
de los nuevos ferrocarriles. La conexión directa con las zonas mineras
constituía una condición primordial para la concentración urbana. Hasta
nuestros propios días el principal artículo de consumo transportado por los
ferrocarriles ha sido el carbón para calefacción y energía.
Los caminos de tierra, los barcos de vela y la
tracción a sangre del sistema eotécnico de transportes favorecieron la
dispersión de la población: dentro de una región habría muchos puntos
igualmente ventajosos. Pero la relativa debilidad de la locomotora de vapor,
que no podía ascender fácilmente cuestas con pendientes mayores del dos por
ciento, tendió a concentrar los nuevos centros industriales en los yacimientos
carboníferos y en los valles de conexión: el distrito de Lille en Francia, los
distritos de Merseburg y Ruhr en Alemania, el Black Country de
Inglaterra, la región Allegheny-Great Lakes y la llanura costera del este en
los Estados Unidos.
Así, el crecimiento de la población presentó dos
rasgos característicos durante el régimen palotécnico: una concentración
general en las regiones carboníferas, donde florecieron las nuevas industrias
pesadas, la minería del hierro y el carbón, las fundiciones, las cuchillerías,
la producción de ferretería, la fabricación de vidrio y la construcción de
máquinas. Y, por otra parte, un aumento algo derivativo de la densidad de la
población a lo largo de las nuevas vías férreas, con una notoria coagulación en
los centros industriales situados a lo largo de las grandes líneas troncales y
una segunda acumulación en las principales poblaciones de confluencia y
terminales de exportación. Con esto coincidió una disminución de población y de
actividades en el interior del país: el cierre de minas, canteras y hornos
locales y el uso decreciente de carreteras, canales, fábricas pequeñas y
molinos locales.
La mayor parte de las primeras grandes capitales
políticas y comerciales, por lo menos en los países del Norte, participaron de
este crecimiento. Sucedía que no sólo ocupaban por lo común posiciones
geográficas estratégicas, sino que también contaban con recursos especiales de
explotación debido a su intimidad con los agentes del poder político y a través
de los bancos centrales y las bolsas que controlaban la circulación de las
inversiones. Además, contaban con otra ventaja: durante siglos habían ido
congregando una vasta reserva de miserables en el margen de subsistencia, o sea
lo que, con eufemismo, se llamaría el mercado de mano de obra. El hecho de que
casi todas las grandes capitales nacionales se convirtieron ipso facto
en grandes centros industriales contribuyó a dar más impulso a la política de
engrandecimiento y congestión de la ciudad.
5.
Fábricas, ferrocarriles y tugurios
Los principales elementos integrantes del nuevo
complejo urbano fueron la fábrica, el ferrocarril y el tugurio. Por sí solos
constituían la ciudad industrial, expresión esta que simplemente sirve para
describir el hecho de que más de dos mil personas estaban congregadas en un
punto que podía designarse con un nombre propio. Estos coágulos urbanos podían
dilatarse cien veces, cosa que sucedió, sin adquirir más que una sombra de las
instituciones que caracterizan a la ciudad en el sentido sociológico maduro, es
decir, un lugar donde está concentrado el legado social y el que las
posibilidades de contacto e interrelación social continua elevan a un potencial
más alto todas las actividades complejas de los hombres. Excepto en forma disminuidas
y residuales, faltaban allí incluso los órganos característicos de la ciudad de
la Edad de Piedra.
La fábrica se convirtió en el núcleo del nuevo
organismo urbano. Todos los demás elementos de la vida estaban supeditados a
ella. Incluso los servicios públicos, como, por ejemplo, la provisión de agua,
y el mínimo de oficinas gubernamentales que era necesario para la existencia de
una ciudad, se incorporaron a menudo tardíamente, a menos que hubieran sido
establecidos por una generación anterior. Así, no sólo el arte y la religión
eran considerados por los utilitarios como meras decoraciones; durante largo
tiempo permaneció en la misma categoría la administración política inteligente.
En el arrebato inicial de la explotación no se previó nada en materia de
policía y protección contra incendios, inspección de servicios de agua y de
alimentos, de atención hospitalaria o enseñanza.
Por lo común, la fábrica reclamaba los mejores
lugares: en el caso de la industria del algodón, de las industrias químicas y
de las industrias del hierro, generalmente los sitios próximos a una ribera;
porque ahora se requerían grandes cantidades de agua en los procesos de
producción, para abastecer las calderas de vapor, enfriar las superficies
calientes y hacer las soluciones químicas y los tintes necesarios. Por sobre
todo, el río o el canal desempeñaba aún otra función importante: constituía
basural más barato y más conveniente para todas las formas de desperdicios
solubles o flotantes. La transformación de los ríos en cloacas abiertas fue una
hazaña característica de la nueva economía. Resultados: envenenamiento de la
vida acuática, destrucción de alimentos, contaminación de las aguas en forma
tal que no resultaban aptas para bañarse.
Durante generaciones enteras, los miembros de toda
comunidad urbana se vieron obligados a pagar
la sórdida conveniencia del fabricante, quien a menudo entregaba sus preciosos
subproductos al río, por falta de conocimiento científico o de la destreza
empírica necesaria para utilizarlos. Si el río era un basural líquido, grandes
montañas de cenizas, escoria, basura, hierro herrumbrado e incluso
desperdicios, bloqueaban el horizonte con su visión de materia inutilizable,
abandonada en lugar inapropiado. La rapidez del consumo competía en parte con
la rapidez de la producción, y antes de que se tornara lucrativa una política
conservadora de utilización del metal de desecho, los residuos informes eran
arrojados sobre a superficie del paisaje. En el Black Country de
Inglaterra las enormes montañas de escoria todavía hoy se levantan como si
fueran formaciones geológicas. Esas acumulaciones de residuos disminuyeron el
espacio vital disponible, echaron una sombra sobre la tierra, y hasta hace poco
presentaban el insoluble problema de su utilización o traslado.
Los testimonios que fundamentan esta descripción son
abundantes; a decir verdad, todavía se los puede examinar ocularmente en las
ciudades industriales más antiguas del mundo occidental, pese a los esfuerzos
hercúleos que se han hecho para limpiar sus cercanías. No obstante, permítaseme
citar a un observador de antaño, Hugh Miller, el autor de Old Red Sandstone,
hombre en perfecta armonía con su época, pero que no era insensible a las
cualidades reales del nuevo ambiente. Miller se refiere a Manchester, en 1862:
“arrojan carradas enteras de
venenos procedentes de las tintorerías y blanquerías para que se los lleve; las
calderas de vapor descargan en él su contenido hirviente y las cloacas y los
desagües sus fétidas impurezas; hasta que al final sigue su curso —aquí entre
altos muros sucios, allá bajo precipicios de arcilla roja—, siendo ahora mucho
menos un río que una inundación de estiércol líquido.”
Obsérvese el efecto ambiental del de industrias que el nuevo
régimen tendía a universalizar. Una sola chimenea de fábrica, un solo horno, un
solo taller de tinturas, producían emanaciones que el paisaje circundante podía
absorber fácilmente; en cambio, veinte de ellos, en una superficie reducida,
contaminaban irremediablemente el aire o el agua. De modo que las industrias
inevitablemente sucias se volvieron, a causa de la concentración urbana, mucho
más temibles que antes, cuando existían en escala más reducida y estaban más
dispersas por los campos. Al mismo tiempo, las industrias limpias, como ser la
fabricación de mantas, que todavía continúa en Witney, en Inglaterra, en la que
el blanqueamiento y el encogimiento se efectúan al aire libre, en campos
deliciosos, conforme con los viejos métodos rurales se hicieron imposibles en
los nuevos centros. En éstos el cloro reemplazó a la luz del sol, y al
saludable trabajo al aire libre que acompañaba, a menudo, los procesos
anteriores de fabricación, con cambios de escenario así como de procedimientos
que podían renovar el espíritu del obrero, le sucedió la embrutecedora rutina
de un trabajo efectuado dentro de un edificio inmundo, encerrado entre otros
edificios igualmente sucios. No es posible medir estas pérdidas en meros
términos pecuniarios. No podemos calcular de qué modo las ganancias en materia
de producción compensaron el sacrificio brutal de la vida y de un ambiente
vital.
En tanto que las fábricas estaban, por lo común,
instaladas cerca de los ríos o de las líneas férreas paralelas a los ríos
(excepto allí donde un terreno llano invitaba a la dispersión), no se ejerció
autoridad alguna para concentrarlas en una zona determinada, para aislar las
industrias más nocivas o ruidosas que hubieran debido estar situadas lejos de
las viviendas, o para preservar para propósitos domésticos las zonas contiguas
apropiadas. Por sí sola la determinaba la ubicación, sin
que se considerara la posibilidad de un plan funcional; y el amontonamiento de
las funciones industrial, comercial y doméstica prosiguió constantemente en las
ciudades industriales.
En las regiones de topografía escabrosa, como ser los
valles de la meseta de los Allegheny, podía producirse, en cierta medida, una
distribución natural en zonas, ya que sólo los lechos de los ríos dejaban
espacio suficiente para que se extendieran los grandes molinos; por más que
esta distribución aseguraba que la cantidad máxima de emanaciones nocivas se
desprendería esparciéndose por las viviendas en las laderas de arriba. En otro
caso, las viviendas estaban situadas a menudo dentro de los espacios sobrantes
entre las fábricas y los cobertizos y las estaciones del ferrocarril. Se
consideraba una delicadeza afeminada prestar atención a problemas como los de
la suciedad, el ruido y las vibraciones. Las casas para los obreros, y a menudo
también las de la clase media, solían edificarse pegadas a una función de
hierro, un establecimiento de tinturas, una fábrica de gas o un desmonte de
ferrocarril. Bastante a menudo se las levantaba sobre tierras llenas de
cenizas, vidrios rotos y desperdicios, en las que ni siquiera la hierba
conseguía arraigar; también solían estar al borde de un vaciadero o de un
enorme amontonamiento permanente de carbón y escoria: noche y día el hedor de
los desperdicios, las lóbregas emanaciones de las chimeneas, el ruido de la
maquinaria martillando o zumbando, acompañaban la rutina doméstica.
En este nuevo plan, la ciudad propiamente dicha
estaba constituida por fragmentos en añicos de tierra, de extrañas formas y con
calles y avenidas inconexas, que quedaban entre las fábricas, las vías férreas,
las estaciones de carga y las montañas de desperdicios. En lugar de alguna
clase de reglamentación o plan municipal, de carácter general, se dejaba a
cargo del ferrocarril la definición del carácter y la determinación de los
límites de la ciudad. Excepto en ciertas partes de Europa donde anticuadas
reglamentaciones burocráticas mantuvieron por fortuna, las estaciones de
ferrocarril en las afueras de la ciudad histórica, se permitió o, mejor dicho,
se invitó al ferrocarril a zambullirse en el corazón mismo de la ciudad,
creando así, en las más preciosas porciones centrales de la ciudad, una
espesura de estaciones de carga y de cambio, solo justificables económicamente
en campo abierto. Estas estaciones cortaron las arterias naturales de la ciudad
y crearon una valla infranqueable entre vastos segmentos urbanos; a veces, como
en el caso de Filadelfia, una auténtica muralla china.
Así, el ferrocarril no sólo introdujo en el corazón
de la ciudad el ruido y el hollín, sino también las instalaciones industriales
y las viviendas degradadas que eran las únicas que podían prosperar en el
ambiente por él engendrado. Sólo la hipnosis ejercida por una nueva invención,
en una época enamorada sin sentido crítico de las nuevas invenciones, pudo
haber causado esta caprichosa inmolación bajo las ruedas del resoplante
Juggernaut**. Todos los errores que podrían deslizarse en materia de diseño
urbano fueron cometidos por los nuevos ingenieros de ferrocarriles, para
quienes el movimiento de trenes era más importante que los objetivos humanos a
los que estaba dirigido ese movimiento. La dilapidación de espacio en
estaciones ferroviarias situadas en el corazón de la ciudad sólo sirvió para
promover su más rápido ensanche exterior; y esto, a su vez, como producía más
tránsito ferroviario, dio la sanción complementaria del lucro a las fechorías
que así se cometían.
A tal punto se había difundido la degradación del
ambiente, a tal punto se habían habituado a esto los pobladores de las grandes
ciudades en el curso de un siglo, que hasta las clases más ricas, que
teóricamente podrían proporcionarse lo mejor, hasta el día de hoy aceptan
indiferentemente lo peor. Por lo que hace a la vivienda, las alternativas eran
sencillas. En las ciudades industriales que se desarrollaron sobre bases más
antiguas, se acomodó a los obreros inicialmente en casas de familia convertidas
en casas de vecindario. En estas casas reformadas, cada cuarto daría albergue a
una familia entera: desde Dublín y Glasgow hasta Bombay, la norma de un cuarto
por familia se mantuvo durante largo tiempo. El hacinamiento en los lechos
—entre tres y ocho personas de diferentes edades dormían en un mismo jergón—
agravaba a menudo el hacinamiento en esas pocilgas para seres humanos. A
comienzos del siglo XIX, según cierto doctor Willan, quien escribió un libro
sobre las enfermedades en Londres, se había producido un increíble estado de
corrupción física entre los pobres. El otro tipo de vivienda que se brindaba a
la clase trabajadora constituía, en lo fundamental una unificación de esas
condiciones degradadas; pero tenía un defecto más, a saber, que los planos de
las nuevas casas y los materiales de construcción no tenían por lo común nada
del decoro original de las antiguas casas burguesas.
Tanto en las viejas como en las nuevas viviendas se
alcanzó un grado tal de inmundicia como no se lo conoció, puede decirse, ni
siquiera en la choza del siervo más abyecto de la Europa medieval. Resulta casi
imposible enumerar objetivamente los detalles escuetos de este modo de
alojamiento sin que recaiga sobre uno la sospecha de que exagera por
malignidad. Pero quienes hablan con facundia de mejoras urbanas durante ese
período o bien del supuesto ascenso del nivel de vida, rehuyen los hechos
concretos: generosamente atribuyen a la ciudad, en conjunto, los beneficios que
sólo gozó la minoría más favorecida de la clase media, y encuentran en las
condiciones originales esas mejoras que tres generaciones de activa legislación
y una ingeniería sanitaria generalizada han creado finalmente.
En Inglaterra, ante todo, millares de nuevas
viviendas para obreros, en ciudades como Birmingham y Bradford, estaban
edificadas fondo con fondo (muchas de ellas existen todavía). Por lo tanto, de
cada cuatro cuartos, en cada piso, dos carecían de luz o ventilación directa.
No había espacios abiertos, excepto los escuetos pasajes entre estas hileras
dobles. En tanto que en el siglo XVI constituía un delito, en muchas ciudades
inglesas, arrojar basura a la calle, en estas primeras ciudades industriales
era éste el método corriente para librarse de ella. La basura quedaba en la
calle, por inmunda que fuera. Naturalmente, éste no
faltaba en los nuevos barrios congestionados de la ciudad. Los retretes, de una
suciedad indescriptible, estaban por lo común en los sótanos; también era cosa
corriente tener pocilgas de cerdos debajo de las casas y los cerdos vagaban por
las calle nuevamente, como no lo habían hecho en las ciudades grandes desde
hacía siglos. Había incluso una deplorable escasez de retretes: el Report on
the State of Large Towns and Populous Districts (1845) señala que:
Incluso con proyectos de un nivel tan bajo, incluso
con anexos tan inmundos, en muchas ciudades no se edificaba el número
suficiente de casas; y entonces reinaban condiciones mucho peores. Los sótanos
se usaban como viviendas. En Liverpool, la sexta parte de la población vivía en
y la mayoría de las restantes
ciudades portuarias no se quedaban muy atrás; Londres y Nueva York rivalizaban
de cerca con Liverpool; incluso en la década de 1930 había en Londres 20.000
viviendas subterráneas, calificadas, desde el punto de vista médico, como
inadecuadas para ser ocupadas por seres humanos. Esta suciedad y esta
congestión, malas en sí mismas, acarraeaban otras pestes: las ratas que
transmitían la peste bubónica, las chinches que infestaban las camas y hacían
un tormento del sueño, las pulgas que difundían el tifus, las moscas que
visitaban por igual la letrina en el sótano y la comida del bebé. Además, la
combinación de cuartos sombríos y paredes húmedas constituían un medio casi
ideal para el cultivo de bacterias, sobre todo considerando que los cuartos
repletos de gente proporcionaban las posibilidades máximas de transmisión a
través del aliento y el tacto.
Si la carencia de cañerías y de obras sanitarias
municipales creaba espantosos hedores en estos nuevos sectores urbanos, y si la
diseminación de excrementos conjuntamente con la contaminación de los pozos
locales, significaba una difusión correlativa de la tifoidea, la carencia de
agua resultaba aún más siniestra. Eliminaba la posibilidad misma de limpieza
doméstica o de higiene personal. En las grandes capitales, donde aún subsistían
algunas de las antiguas tradiciones municipales, en muchas zonas nuevas no se
adoptaron las medidas necesarias para la provisión de agua. En 1809, cuando la
población de Londres era aproximadamente de un millón de habitantes, sólo se
disponía de agua, en la mayor parte de la ciudad, en los sótanos de las casas.
En algunos barrios sólo se podía abrir el agua tres veces por semana. Y si bien
las cañerías de hierro hicieron su aparición en 1746, su uso fue limitado hasta
que una ley especial exigió en Inglaterra, en 1817, que todas las nuevas
cañerías maestras fueran de hierro, en el plazo de diez años.
En las nuevas ciudades industriales brillaban por su
ausencia las tradiciones más elementales de servicio municipal. A veces barrios
enteros carecían hasta de agua de pozos locales. De vez en cuando los pobres
iban de casa en casa, por los barrios de la clase media, mendigando agua, del
mismo modo que podían mendigar un poco de pan durante una hambruna. Con
semejante falta de agua para beber y para lavarse, no ha de extrañar que la
suciedad se acumulara. A pesar de su suciedad, los desagües abiertos
representaban cierta abundancia municipal, por comparación. Y si este era el
trato dado a la familias, no es muy necesario recurrir a los documentos para
averiguar cómo lo pasaba el trabajador ocasional. Casas abandonadas, de títulos
inciertos, eran utilizadas como casas de pensión, en las que en un solo cuarto
se apiñaban entre quince y veinte personas. En Manchester, según las
estadísticas policiales de 1841, había unas 109 casas de pensión, donde
personas de ambos sexos dormían entremezcladas; y había 91 casas de refugio de
mendigos.
Esta degradación de la vivienda era poco menos que
universal entre los trabajadores, una vez que el nuevo régimen industrial quedó
cabalmente establecido en las nuevas ciudades industriales. A veces, las
condiciones locales permitían evitar la extrema suciedad que acabo de
describir; por ejemplo, las viviendas de los obreros molineros en Manchester, New
Hampshire, eran muy superiores, por sus características; y en las villas
industriales más rurales de los Estados Unidos, en especial en el medio Oeste,
había por lo menos un poco de holgura en las habitaciones de los obreros, a
quienes les quedaba también algún espacio para jardines. Pero, en cualquier
punto que se considere, la diferencia sólo era de grado; el había empeorado
categóricamente.
No sólo ocurría que las nuevas ciudades eran en
conjunto tristes y feas, con ambientes hostiles a la vida humana hasta en su
nivel fisiológico más elemental, sino que también el hacinamiento standard de
los pobres se repetía en las viviendas de la clase media y en los cuarteles de
los soldados, es decir, entre las clases a las que no se estaba explotando
directamente para lucrar. La señora Peel cita el caso de una suntuosa mansión
del período victoriano medio en la que tanto la cocina como la despensa, la
sala del servicio, el cuarto del ama de llaves y los dormitorios del mayordomo
y los lacayos estaban situados en el sótano: dos cuartos al frente y dos
cuartos en la parte posterior daban a un profundo sótano al fondo; todos los
demás estaban
A juzgar por la oratoria popular, el margen de estos
defectos fue escaso y, de cualquier modo, se los eliminó en el transcurso del
siglo pasado, a través del avance incesante de la ciencia y el humanitarismo.
Por desgracia, los oradores populares —e incluso historiadores y economistas
que, teóricamente, se ocupan del mismo conjunto de hechos— no se han formado el
hábito de estudiar directamente el ambiente; a esto se debe que ignoren la
existencia de coágulos de degradada vivienda paleotécnica que subsisten hoy
casi sin modificación alguna, en el mundo occidental, incluyendo casas que
están espalda contra espalda, vecindarios con patios sin ventilación y
alojamientos en subsuelos. Entre estos coágulos no sólo se cuenta la mayor
parte de las viviendas para trabajadores edificada antes de 1900; abarcan una
gran parte de lo que se ha construido después, si bien la edificación más
reciente evidencia mejoras en materia sanitaria. La masa subsistente de
viviendas construidas entre 1830 y 1910 no representaba ni siquiera las normas
higiénicas de esos días, y estaba muy por debajo de un nivel establecido con
arreglo al actual conocimiento en materia de salubridad, higiene y cuidado de
los niños, para no hablar de la felicidad doméstica.
Sí, estas mordaces palabras de
Patrick Geddes se aplican inexorablemente al nuevo ambiente. Hasta los críticos
coetáneos más revolucionarios carecían de normas auténticas en lo tocante a
edificación y vivienda: no tenían noción alguna de hasta qué punto el ambiente
de las mismas clases superiores se había empobrecido. Así, Friecrich Engels,
con objeto de promover el resentimiento necesario para la revolución, no sólo
se oponía a todas las medidas destinadas a proporcionar
mejores viviendas a los miembros de la clase obrera; al parecer, Engels
consideraba que, llegado el momento, el proletariado solucionaría el problema
apoderándose de las espaciosas residencias de la burguesía. Semejante noción
era cualitativamente inadecuada y cuantitativamente ridícula. En términos
sociales, se limitaba a instar, como si se tratara de una medida
revolucionaria, a proseguir el mezquino proceso que concretamente se había
cumplido ya en las ciudades más antiguas, a medida que las clases más pudientes
dejaban sus moradas originales y las dividían para que las ocuparan los
miembros de la clase obrera. Pero, por sobre todo, la sugerencia era ingenua
porque no advertía que las normas a la que se ajustaban incluso las residencias
nuevas más pretenciosas estaban a menudo de las que eran convenientes
para la vida humana, en cualquier nivel económico.
En otras palabras, ni siquiera este crítico
revolucionario tuvo evidentemente conciencia de que las residencias de las
clases altas eran, lo más a menudo, intolerables supertugurios. La necesidad de
aumentar la cantidad de viviendas, de dilatar el espacio, de multiplicar los
equipos y de establecer instalaciones comunales era mucho más revolucionaria
por sus exigencias, que una trivial expropiación de las residencias ocupadas
por los ricos. Esta última noción no constituía nada más que un gesto impotente
de venganza, en tanto que la primera exigía una cabal reconstrucción del medio
social entero; una reconstrucción al borde la cual parecería estar el mundo
actual, si bien incluso países adelantados, como Inglaterra, Suecia y los
Países Bajos no han discernido todavía todas las dimensiones de esta
transformación urbana.
6. Casas
de mala reputación
Pasemos a observar más de cerca estas nuevas casas
para la clase trabajadora. Cada país, cada región, cada grupo de población,
tenía su propio modelo específico: las altas casas de vecindario en Glasgow,
Edimburgo, París, Berlín, Hamburgo y Génova; edificios de dos pisos, con
cuatro, cinco y a veces seis cuartos en Londres, Brooklyn, Filadelfia y
Chicago; vastas construcciones de madera —sin medios adecuados de escape en
caso de incendio— en Nueva Inglaterra, por fortuna bendecidas con pórticos
abiertos; o bien angostas casa de ladrillo en hileras, que todavía se aferraban
a un viejo modelo georgiano de casas en hileras, en Baltimore.
Pero en materia de viviendas para la clase obrera se
dan algunas características comunes. En una manzana tras otra se repite la
misma formación: ahí están las mismas calles sombrías, las mismas callejuelas
repletas de basura, la misma falta de espacios abiertos para que jueguen los
niños y para cultivar jardines, la misma falta de coherencia e individualidad
para el vecindario local. Las ventanas son, por lo común, angostas; la luz en
el interior es insuficiente; no se hace esfuerzo alguno por orientar el trazado
de la calle en relación con la luz del sol y los vientos. La penosa limpieza
grisácea de los barrios más respetables, donde viven los artesanos o empleados
de oficina mejor pagados, tal vez en una hilera, tal vez en casitas
semi-independientes, con un pañuelito sucio de hierba al frente de ellas o bien
un árbol en un estrecho patio al fondo, es casi tan deprimente esta
respetabilidad como el desaliño declarado de los barrios más pobres; a decir
verdad, más deprimente todavía, pues en estos últimos hay, al menos, un toque
de color y de vida, un espectáculo de títeres en la calle, la charla de los
puestos de mercado, la ruidosa camaradería de la taberna o el bistro; en
suma, la vida más pública y amistosa que se vive en las calles más pobres.
La era de las invenciones y de la producción en masa
apenas si rozó la casa del obrero o sus servicios hasta fines del siglo XIX.
Primero aparecieron las cañerías de hierro, luego el inodoro perfeccionado, con
el tiempo la luz de gas y la esfufa de gas, la bañera fija con cañerías de agua
instaladas y desagüe, un sistema colectivo de cloacas. Todos estos
perfeccionamientos se pusieron lentamente al alcance de los grupos económicos
medios y superiores, después de 1830; una generación después de su
introducción, se habían convertido en necesidades para la clase media. Pero en
ningún momento, durante la fase paleotécnica, llegaron estos perfeccionamientos
a la gran masa de la población. El problema que se le planteaba al constructor
era el de cómo alcanzar un mínimo de decoro estas nuevas instalaciones
que eran costosas.
Este problema siguió siendo soluble únicamente en
términos de un medio rural primitivo. Así, la división original de Muncie, en
Indiana, de del estudio analítico de
Robert Lynd, tenía ocho casas por manzana, cada una de un lote de dieciocho
metros y medio de ancho por treinta y siete metros y medio de largo. Sin lugar
a dudas, esto representaba mejores condiciones para los trabajadores más pobres
que las que aparecieron después, cuando el aumento del precio de la tierra
congestionó las casas y redujo el espacio para jardín así como el espacio para
juegos, en tanto que una de cada cuatro casas carecía todavía de agua
corriente. En general, la congestión de la ciudad industrial aumentó las
dificultades para el logro de buenas viviendas y aumentó el costo para
solucionar esas dificultades.
En cuanto al mobiliario de los interiores, la
descripción que hace Gaskell de la vivienda de la clase obrera en Inglaterra se
refiere al nivel más bajo; pero la sordidez continuó, a pesar de mejoras
secundarias, en el siglo siguiente. Los efectos de la pobreza pecuniaria se
agravaban, en realidad, debido a una pérdida general del gusto, que acentuaba
el empobrecimiento del ambiente al brindar espantosos papeles para empapelar,
adornitos prostibularios, oleografías enmarcadas y muebles derivados de los
peores ejemplos del sofocante gusto de la clase media: la hez de las heces.
Un amigo mío me cuenta que en una ocasión vio en la
China a un minero, tiznado y encorvado por el trabajo, que acariciaba
tiernamente un trozo de espuela de caballero, mientras caminaba por la
carretera; pero en el mundo occidental, hasta llegar al siglo XX, cuando el
lote de jardín empezó a tener su efecto benéfico, hasta el instinto de la forma
vital fresca estaba destinado a nutrirse de las deliberadas monstruosidades que
los fabricantes ofrecían a los miembros de la clase trabajadora so pretexto de
moda y de arte. Incluso las reliquias religiosas, en las comunidades católicas,
llegaron a un nivel estético tan bajo como para constituir poco menos que una
profanación. Con el tiempo, el gusto por la fealdad arraigó: el trabajador no
estaba dispuesto a trasladarse de su antigua morada a menos que pudiera
llevarse consigo un poco de la suciedad, la confusión, el ruido y el
hacinamiento con los que estaba familiarizado. Cada medida que se adoptaba para
crear un ambiente mejor tropezaba con esa resistencia, lo cual constituyó un
verdadero obstáculo para la descentralización.
Unas cuantas casas como éstas, unas cuantas caídas
como éstas en la suciedad y la fealdad, habría constituido un borrón; pero tal
vez todos los períodos podrían presentar cierto número de casas con estas
características generales. Ahora, en cambio, barrios y ciudades enteros,
hectáreas, kilómetros cuadrados y provincias estaban repletos de semejantes
viviendas que se burlaban de cada alarde de éxito material que se atribuía al. En estos nuevos viveros se
creó una raza de seres defectuosos. La pobreza y el ambiente de pobreza
produjeron modificaciones orgánicas: el raquitismo en los niños, debido a la
falta de luz solar, deformaciones de la estructura ósea y los órganos,
defectuoso funcionamiento de las glándulas endocrinas debido a una alimentación
detestable, enfermedades de la piel por falta de la higiene elemental del agua,
viruela, tifoidea, escarlatina, amigdalitis, debidas a la suciedad y los excrementos,
tuberculosis, fomentada por una combinación de mala alimentación, falta de sol
y hacinamiento en la vivienda, para no hablar de las enfermedades
profesionales, también en parte ambientales.
El cloro, el amoníaco, el monóxido de carbono, el
ácido fosfórico, el flúor y el metano, para no agregar una larga lista de unos
doscientos productos químicos causantes de cáncer, invadían la atmósfera y
minaban la vitalidad, a menudo en estancadas concentraciones letales,
aumentando la gravitación de la bronquitis y la neumonía, causando gran
cantidad de muertes. Llegó el momento en que el sargento reclutador ya no pudo
utilizar a los productos de semejante régimen ni siquiera como carne de cañón;
y el descubrimiento médico del mal trato dado por Inglaterra a sus obreros,
durante la guerra de los Boers y la primera Guerra Mundial, contribuyó quizá
tanto como cualquier otro factor a promover el mejoramiento de la vivienda en
ese país.
Los resultados escuetos de todas estas condiciones
pueden seguirse en las tablas de mortalidad correspondientes a los adultos, en
las tasas de enfermedad de trabajadores urbanos en comparación con los
trabajadores agrícolas, en las posibilidades de vida de que gozaban las
diversas clases laborales. Por sobre todo, tal vez el barómetro más sensible de
la eficacia del medio social en relación con la vida humana está representado
por la tasa de mortalidad infantil.
Siempre que se hacía una comparación entre campo y
ciudad, entre viviendas de clase media y viviendas pobres, entre distritos de
poca densidad y distritos de gran densidad, la tasa más elevada de enfermedades
y muertes correspondía, por lo común, al segundo grupo. Si los otros factores
hubieran permanecido iguales, la urbanización por sí sola habría bastado para
reducir, en parte, las ganancias potenciales en vitalidad. Los trabajadores
agrícolas, por más que subsistieron a todo lo largo del siglo XIX, en
Inglaterra, como una clase en desventaja, evidenciaron —y evidencian aún— una
posibilidad de vida mucho mayor que la de los escalones más elevados de los
trabajadores mecánicos de la ciudad, incluso después de la introducción de la
salubridad municipal y la atención médica.
A decir verdad, sólo por la continua afluencia de
nueva vida procedente del campo pudieron sobrevivir las ciudades, tan hostiles
a la vida. Las nuevas ciudades fueron creadas, en conjunto, por inmigrantes. En
1851, entre 3.336.000 personas de más de veinte años que residían en Londres y
otras 61 ciudades inglesas y galesas, sólo 1.377.000 eran nacidas en su ciudad
de residencia.
Si se considera la tasa de mortalidad infantil, la
comprobación resulta aún más penosa. En la ciudad de Nueva York, por ejemplo,
la tasa de mortalidad infantil en 1810 osciló entre 120 y 145 por cada millar
de niños dados a luz con vida; ascendió a 180 por mil en 1850, a 220 en 1860 y
a 240 en 1870. Este proceso fue acompañado por una constante depresión en las
condiciones de vida, ya que, después de 1835, se difundió el hacinamiento en
las casas de vecindario recién construidas. Estos cálculos recientes corroboran
lo que ya se sabe sobre la tasa de mortalidad infantil en Inglaterra, durante
el mismo período: allí el aumento tuvo lugar después de 1820 y correspondió
principalmente a las ciudades. Hay, sin duda, otros factores que también son
responsables de estas tendencias retrógradas; pero, como expresión del complejo
social íntegro, de la higiene, de la dieta, de las condiciones de trabajo, de
los salarios, del cuidado de los niños y de la educación, las nuevas ciudades
desempeñaron un papel importante para llegar a estos resultados.
Han abundado las congratulaciones injustificadas por
los adelantos en materia de higiene urbana durante el industrialismo, porque
quienes creían que el progreso se produjo automáticamente en todas las esferas
de la vida, durante el siglo XIX, se negaban a aceptar los duros hechos. No se
dedicaron a hacer estudios comparados entre la ciudad y el campo, entre lo
mecanizado y lo no mecanizado; y contribuyeron aún más a crear confusión
mediante el uso de rudimentarias tablas de mortalidad, sin las debidas
correcciones en lo tocante a grupos por edades y por sexos, con lo cual
pudieron pasar por alto hechos, como la mayor densidad de los adultos en las
ciudades y la mayor cantidad de niños y ancianos, más expuestos a las
enfermedades y a la muerte, en el campo.
A través de estas estadísticas, las tasas de
mortalidad en las ciudades resultan más favorables que a través de un esmerado
análisis actuarial. Hasta la fecha, apenas si se ha iniciado un análisis
satisfactorio de los nacimientos y las muertes, la salud y la enfermedad, en
relación con el medio. Al amontonar las tasas urbanas y rurales en una cifra se han ocultado las cifras
relativamente peores de las zonas industrializadas y
urbanas.
Y se siguen llevando a cabo estos análisis engañosos,
que pasan por investigaciones objetivas. Así, Mabel Buer ha intentado levantar
el cargo formulado contra la revolución industrial por haber empeorado el
ambiente urbano, y para ello ha llevado a cabo un estudio sobre la disminución
en la tasa de mortalidad que tuvo lugar antes de 1815, vale decir, antes que el
hacinamiento, la falta de higiene y la urbanización general de la población
hubieran producido sus característicos resultados desvitalizadores. No es
necesario poner en duda esta mejoría anterior, lo mismo que no es necesario
olvidar la constante disminución de la tasa de mortalidad en
el curso del siglo XIX. Pero también hay que dejar en claro el hecho igualmente
indiscutible del ulterior empeoramiento.
En vez de atribuir el inicial avance a la
mecanización de la industria, hay que hacer lo que corresponde, es decir,
atribuirlo a otro factor absolutamente independiente: el aumento de la
provisión de alimentos, que permitió mejorar la dieta y contribuyó a aumentar
la resistencia a las enfermedades. También otro factor puede haber intervenido
en esto: la mayor difusión del uso del jabón posibilitada por el aumento de
grasas disponibles. El uso del jabón en la higiene personal puede haberse
extendido del lavado de los pezones de la madre que amamantaba, al lavado del
crío; y finalmente, por imitación, pasó de la mitad femenina de la sociedad a
la masculina. Dicho aumento de uso del jabón no puede medirse fácilmente sobre
la base de los inventarios comerciales; pues el jabón fue, en un comienzo, un
monopolio comercial y, como tal, un artículo de lujo: el jabón ordinario era
producido y consumido generalmente dentro del hogar. La difusión del hábito de
lavar con agua y jabón bien podría explicar la disminución de las tasas de
mortalidad infantil, antes del siglo XIX; del mismo modo que la escasez de agua
y jabón podría explicar, en parte, las lamentables tasas de mortalidad infantil
en la ciudad paleotécnica.
En términos generales, la pobreza higiénica estaba
muy difundida. Falta de luz solar, falta de agua pura, falta de aire no
contaminado, falta de una dieta variada: la falta de todo esto era tan común
que equivalía a un estado crónico de inanición higiénica entre la mayor parte
de la población. Hasta las clases más prósperas sucumbían, e incluso a veces se
enorgullecían de sus deficiencias vitales. Herbert Spencer, quien era un
disconformista incluso con respecto a su propio credo del utilitarismo, se vio
obligado a predicar a sus contemporáneos el evangelio del juego y el descanso
físico; y en sus Ensayos sobre educación llegó hasta pedir como favor
especial a los padres que les permitieran a sus hijos .
7. Un
primer plano de Villa Carbón
Cabe conceder que, dado el ritmo con que se introdujo
el industrialismo en el mundo occidental, el problema de construir ciudades
adecuadas resultaba casi insoluble. Las premisas que hicieron posibles esas
operaciones limitaban también su éxito humano. ¿Cómo construir una ciudad
coherente sobre la base de los esfuerzos de un millar de individuos rivales que
no conocían más ley que sus preciosas voluntades? ¿Cómo integrar nuevas
funciones mecánicas en un nuevo tipo de plan que pudiera desarrollarse rápidamente,
cuando la esencia misma de esa integración dependía del ejercicio de un firme
control por parte de autoridades públicas que a menudo no existían, o que, en
caso de existir, no ejercían otros poderes que los concedidos específicamente
por el Estado, el cual ponía en la cúspide los derechos de propiedad
individual? ¿Cómo facilitar una multitud de nuevos instrumentos y servicios a
trabajadores que sólo podían pagar el alquiler de los alojamientos más míseros?
¿De qué manera crear un buen plan físico para funciones sociales que, por su
parte, quedaban abortadas?
Las ciudades que contenían aún residuos vitales de la
tradición medieval, como Ulm, a causa de su lento ritmo de crecimiento y de una
audaz política de propiedad municipal de la tierra en gran escala, conseguían a
veces efectuar la transición con pérdidas relativamente pequeñas. En cambio,
allí donde la industria surgía explosivamente, como ocurrió por ejemplo en
Nurembeg, las consecuencias eran tan deplorables como en las ciudades que
carecían de toda envoltura histórica. Y en el Nuevo Mundo todavía en 1906 se
construían ciudades (como Gary, en el estado de Indiana) sin prestar ninguna
atención a las características físicas, excepto la ubicación de la planta
industrial. En lo tocante a complejos industriales aún más recientes, como la
metrópolis del automóvil, Detroit, no aprendieron nada de los errores del
pasado: ¿acaso no afirmaba Henry Ford que la historia era hojarasca? De modo
que las fábricas que levantaron en relación con las normas de ingeniería más
modernas estaban instaladas en medio de un tumulto urbano, constituyendo
modelos clásicos de desorganización municipal e incompetencia técnica. La misma
época que se jactaba de sus conquistas mecánicas y de su presciencia científica
dejaba a cargo del azar sus procesos sociales, como si el hábito del
pensamiento científico se hubiera agotado en las máquinas y no fuera capaz de
ocuparse de las realidades humanas. El torrente de energía que se extraía de
los yacimientos de carbón descendía por las laderas con el mínimo de
mejoramiento posible del ambiente: las aldeas industriales, las aglomeraciones
fabriles, eran más toscas, en términos sociales, que las aldeas feudales de la
Edad Media.
El nuevo brote urbano, el conglomerado del carbón, lo
que Patrick Geddes denominó , no estaba ni aislado en el
campo ni adherido a un antiguo núcleo histórico. Se extendía en una masa de
densidad relativamente uniforme por docenas y a veces centenares de kilómetros
cuadrados. No había centros efectivos en este conglomerado urbano: ninguna
institución capaz de unir a sus miembros en una vida urbana activa, ninguna
organización política capaz de unificar sus actividades comunes. Sólo
perduraban las sectas, los fragmentos, los residuos sociales de viejas
instituciones, como los restos enlodados que deja esparcidos un gran río cuando
termina la inundación y descienden las aguas. En otras palabras, una vida
social de . Estas nuevas ciudades no
sólo fueron incapaces, en su mayor parte, de producir arte, ciencia o cultura,
sino que, en un comienzo, hasta fueron incapaces de importarlas de centros más
antiguos. Cuando se creaba localmente un excedente, con prontitud se lo
trasladaba a otros puntos: los rentistas y financieros lo empleaban en lujos
personales o en obras filantrópicas, como la sala de conciertos Carnegie, en
Nueva York, que a menudo beneficiaron a los capitales mucho ante de que se
hicieran otras donaciones análogas a la región de la cual procedían
originalmente las riquezas.
Acerquémonos más todavía a la ciudad paleotécnica,
examinémosla con la vista, con el oído, el olfato y el tacto. Los observadores
de hoy, debido al creciente contraste con el ambiente neotécnico que despunta,
pueden por fin ver lo que sólo los poetas como Hugo, Ruskin o Morris veían cien
años atrás: una realidad que los filisteos, enredados en su red utilitaria de
sueños, alternativamente negaban como una exageración sentimental o saludaban
con entusiasmo, como a un indiscutible signo de .
La noche se extendía sobre la Villa Carbón: su color
predominante era el negro. Negras nubes de humo despedían las chimeneas de las
fábricas, así como las playas de los ferrocarriles, nubes que a menudo se
expandían por la población, mutilando el organismo mismo, difundiendo el hollín
y las cenizas por todas partes. La invención del gas artificial para el
alumbrado constituyó una ayuda indispensable para esta diseminación: la
invención de Murdock se remonta a fines del siglo XVIII y a través de la
generación siguiente su uso se difundió, primero en las fábricas y luego en las
casas de familia, primero en las grandes ciudades y luego en los pequeños
centros; porque, sin su ayuda, el trabajo habría tenido que suspenderse
frecuentemente debido al humo y la bruma. La fabricación de gas para el
alumbrado, dentro de los límites de las ciudades, se convirtió en un nuevo
rasgo característico: los enormes tanques de gas erguían sus estructuras sobre
el paisaje urbano, grandes moles en la escala de las catedrales; y, a decir
verdad, su tracería de hierro, contra un ocasional firmamento claro de color
verde limón, en la madrugada, constituía uno de los más agradables elementos
estéticos en el nuevo orden.
Estas estructuras no eran necesariamente malas; a
decir verdad, de haberse puesto el cuidado suficiente para separarlas, podrían
haber resultado atrayentes. Lo atroz era el hecho de que, como todas las demás
construcciones levantadas en las nuevas ciudades, estaban dispuestas casi al
azar; las pérdidas de gas los llamados distritos de
gasógenos y nada tiene de sorprendente que esos distritos llegaran a figurar,
con frecuencia, entre las secciones más degradadas de la ciudad. Descollando
sobre la ciudad, contaminando su aire, los tanques de gas simbolizan el
predominio de los intereses sobre las necesidades
vitales.
El sudario ponzoñoso de humo ya había cubierto los
distritos alfareros en el siglo XVIII debido a la utilización de barnices
salinos baratos; ahora se volvía más denso en todas partes, en Sheffield y
Birmingham, en Pittsburgh, Essen y Lille. En este nuevo medio las ropas oscuras
sólo constituían una coloración protectora, no era una forma de luto; la galera
negra era casi un diseño funcional: un símbolo afirmativo de la energía del
vapor. Los tintes negros de Leeds, por ejemplo, convirtieron su río en una
ponzoñosa cloaca retinta; en tanto que las tiznaduras aceitosas del carbón
blando se difundían por todas partes; incluso quienes se lavaban las manos
dejaban una orilla de grasa no disuelta en los bordes de los lavatorios.
Añádanse a estas constantes manchas sobre la piel y las ropas las diminutas
partículas de hierro procedentes de las operaciones de pulido y afilado, el
cloro sin usar procedente de las fábricas de soda y, después, las nubes de
polvo acre que llegaban de las fábricas de cemento, así como los diversos
subproductos de otras industrias químicas: todas estas cosas irritaban la
vista, raspaban la garganta y los pulmones, aminoraban el tono general, incluso
cuando no producían con su contacto una u otra enfermedad definida. En cuanto a
los vahos del carbón, tal vez no sean desagradables: el hombre, con su largo
pasado salvaje, sabe apreciar los olores añejos; de modo que acaso su principal
defecto era que suprimía otros aromas más agradables o insensibilizaba para
percibirlos.
En semejantes condiciones era necesario que uno
tuviera todos los sentidos embotados a fin de sentirse feliz; y, desde luego,
uno tenía que perder el gusto. Esta pérdida del gusto tuvo un efecto sobre la
dieta: hasta la gente pudiente comenzó a comer productos en lata y alimentos
pasados, porque ya no podían notar la diferencia. La pérdida del discernimiento
gustativo elemental se extendió a otros dominios: también el discernimiento
cromático se debilitó y se prefirieron los tonos más oscuros, los colores más
sobrios y las mezclas más mortecinas, a los brillantes colores puros, y tanto
los pintores prerrafaelistas como los impresionistas fueron vilipendiados por
la burguesía, porque sus colores puros eran considerados y . Si de vez en cuando quedaban
un toque de color brillante, se lo encontraba solamente en los anuncios
callejeros, esas superficies de papel que se conservaban joviales porque era
necesario cambiarlas a menudo.
Este nuevo ambiente era sombrío, sin colorido, acre,
maloliente. Todas estas cualidades disminuían la eficiencia humana y exigían
una compensación suplementaria en materia de lavado, baño y salubridad; o, en
último extremo, en materia de tratamiento médico. No era pequeño el gasto en
limpieza en la ciudad paleotécnica, al menos desde que se reconoció la
necesidad de la limpieza. Considérese un solo punto de un típico sobreviviente
del paleotécnico: Pittsburgh. Su contaminación por el humo comenzó desde
temprano, pues ya en un grabado que data de 1849 se advierte que está en pleno
desarrollo. Una generación atrás el costo anual para mantener limpia a
Pittsburgh se calculaba en un millón y medio de dólares, aproximadamente, en lo
tocante a trabajo suplementario de lavandería; setecientos cincuenta mil
dólares en limpieza general suplementaria y sesenta mil dólares en limpieza
suplementaria de cortinas. En este cálculo, que representa unos 2.310.000
dólares por año, no se toman en cuenta las pérdidas debidas a la corrosión de
edificios o los mayores gastos en pintura de las obras de carpintería, ni los
gastos suplementarios en alumbrado, durante los períodos de smog.***
Todavía después de los denodados esfuerzos que se han
realizado para reducir la contaminación del humo, una sola gran fábrica de
acero, situada en el corazón de Pittsburgh, se sigue burlando de estos
esfuerzos por mejorar las cosas; y, a decir verdad, es tan poderosa la
influencia de la tradición paleotécnica que hace muy poco las autoridades
municipales se prestaron para autorizar la ampliación de esta fábrica, en vez
de exigir, con firmeza, su traslado. Hasta aquí, por lo que hace a las pérdidas
pecuniarias. Pero, ¿qué decir de las incalculables pérdidas por causa de
enfermedad, por causa de mala salud, por causa de todas las formas de
intoxicación psicológica que van desde la apatía hasta las neurosis declaradas?
El hecho de que estas pérdidas no se prestan para las mediciones objetivas no
les quita realidad.
En el transcurso del período paleotécnico la
indiferencia ante estas formas de desvitalización se basaba principalmente en
una invencible ignorancia. En Técnica y civilización he citado las
frases indignadas y sorprendidas de uno de los principales apologistas de esta
civilización, Andrew Ure, ante los testimonios presentados por los astutos
médicos convocados ante la Comisión Sadler de Investigaciones en las Fábricas.
Dichos médicos se refirieron a los experimentos
efectuados por el doctor Edwards, de París, sobre el crecimiento de los
renacuajos, que demuestran que la luz del sol es de importancia fundamental
para su desarrollo. De esto deducían —y hoy sabemos que estaban plenamente
justificados— que es igualmente necesario para el crecimiento de los niños. La
orgullosa respuesta de Ure fue que el alumbrado de gas en las fábricas bastaba
como sustituto del sol. Tan desdeñosos eran aquellos utilitarios con respecto a
la naturaleza y a las costumbres humanas bien probadas que criaron a más de una
generación con una dieta desvitalizada, basada exclusivamente en el consumo de
calorías. Dicha dieta se ha perfeccionado durante la generación pasada gracias
a los nuevos conocimientos científicos, sólo para ser degradada una vez más por
la difusión del uso de insecticidas y exterminadores de plagas que son tóxicos,
de elementos conservadores y mejoradores de los alimentos, para no hablar de
venenos radiactivos igualmente fatales, como el Strontium 90. Por lo que hace
al ambiente paleotécnico, todavía opone amplia resistencia y azota con sus
plagas a decenas de millones de personas.
Aparte de la suciedad, las nuevas ciudades se
enorgullecían por otra distinción, igualmente espantosa para los sentidos. Los
funestos efectos de esta plaga sólo han sido reconocidos en los últimos años,
gracias a progresos técnicos que guardan relación con esa típica invención
biotécnica que es el teléfono. Me refiero al ruido. Permítaseme citar el relato
de un testigo auditivo de Birmingham a mediados del siglo XIX. La indiferencia ante el
estrépito era un fenómeno típico. ¿Acaso los fabricantes ingleses no impidieron
que Watt redujera el ruido que hacía su máquina de émbolo porque querían una
prueba auditiva de su poder?
En la actualidad un gran número de experimentos ha
dejado establecido el hecho de que el ruido puede producir profundos cambios
fisiológicos: la música puede mantener a raya el cómputo de bacterias en la
leche; del mismo modo, algunas enfermedades bien definidas, como las úlceras de
estómago y la presión sanguínea alta, parecen ser agravadas por la tensión de
vivir, por ejemplo, al alcance de los ruidos de una autopista o de un
aeródromo. Igualmente se ha establecido en forma bien clara la disminución de
la eficacia en el trabajo como consecuencia de los ruidos. Por desgracia, el
medio paleotécnico parecía diseñado especialmente para crear una cantidad
máxima de ruido: el ululato temprano de la sirena de la fábrica, los chillidos
de la locomotora, las estridencias de la antigua máquina de vapor, los
resuellos y los crujidos de los ejes y las correas de trasmisión, los golpes
retumbantes, del martillo pilón, los gruñidos y gangueos de los transportadores
y los gritos de los obreros que trabajan y en medio de este variado
fragor. Todos estos ruidos incitaban al ataque general contra los sentidos.
Al establecer la eficacia vital del campo en
comparación con la ciudad, o de la ciudad medieval en comparación con la ciudad
paleotécnica, no se debe olvidar este importante factor de la salud. Los
recientes perfeccionamientos en determinados sectores, el uso de tacones de
goma y llantas de goma, no han disminuido la fuerza de esta acusación. El ruido
que hacen en una ciudad activa los automóviles y los camiones, al ponerse en
funcionamiento, cambiar marchas y adquirir velocidad, es un síntoma de su falta
de madurez técnica. Si la energía que se ha dedicado a estilizar las
carrocerías de los automóviles se hubiera consagrado al desarrollo de una
unidad silenciosa de energía termoeléctrica, la ciudad moderna no sería tan
atrasada como su predecesora paleotécnica en materia de ruido y humo. En
cambio, las metrópolis del reinado del motor de
combustión interna, como Los Ángeles, ostentan, y a decir verdad exaltan, todos
los males urbanos propios del período paleotécnico.
Experimentos con el sonido que se llevaron a cabo en
Chicago en la década de 1930 demuestran que, si se gradúan los ruidos por
porcentajes hasta el cien por ciento —que es el ruido, como el del cañoneo de
la artillería, que de extenderse durante un período prolongado enloquecería a
uno—, el campo sólo tiene de un ocho a un diez por ciento de ruido, los
suburbios un quince por ciento, los barrios residenciales de la ciudad un
veinticuatro por ciento, los sectores comerciales un treinta por ciento y los
barrios industriales un treinta y cinco por ciento. En general, estos mismos
límites resultarían, sin duda, aplicables a cualquiera de los sectores urbanos
en el curso de los últimos ciento cincuenta años, si bien es posible que antaño
los límites superiores fueran más altos. Hay que recordar, asimismo, que en las
ciudades paleotécnicas no se hacía nada para separar las fábricas de los
hogares de los obreros; de modo que, en muchas ciudades, el ruido era omnipresente
durante el día y a menudo por la noche. La era de los transportes aéreos, cuyos
ruidos aeroplanos destruyen el valor residencial de los suburbios en las
cercanías de los aeródromos, amenaza ahora con extender aún más este ataque
contra la vida y la salud.
Considerando esta nueva superficie urbana en sus
términos físicos más bajos, sin hacer referencia a sus servicios sociales o a
su cultura, se hace evidente que antes, en el transcurso de toda la historia
conocida, nunca han vivido masas tan vastas de personas en un ambiente tan
ferozmente degradado, tan feo por su forma y de un contenido tan envilecido.
Los esclavos de galeras en Oriente, los miserables prisioneros en las minas de
plata de los atenienses, el proletariado humillado en las insulae de los
romanos, fueron clases que, sin lugar a dudas, conocieron una degradación
semejante; pero la miseria humana nunca había sido tan universalmente aceptada
como cosa normal, como cosa normal e inevitable.
8. El
contraataque
Tal vez la contribución máxima de la ciudad
industrial fue la reacción que produjo contra sus propias grandes fechorías y
ante todo el arte de la sanidad o higiene pública. Los modelos originales para
estos males fueron las cárceles y los hospitales pestíferos del siglo XVIII: su
mejoramiento los convirtió en plantas piloto, por así decirlo, en la reforma de
la ciudad industrial. Las realizaciones del siglo XIX en materia de fabricación
de grandes desagües cerámicos y de cañerías de hierro hizo posible el
aprovechamiento de fuentes distantes de agua relativamente pura y la
evacuación, por lo menos en una corriente vecina, de las cloacas; en tanto que
los repetidos brotes de paludismo, cólera, tifoidea y otras enfermedades
actuaron como estímulo para promover estas innovaciones, ya que sucesivamente
generaciones de especialistas en higiene establecieron, sin mayor dificultad,
la relación existente entre la suciedad y la cogestión, el agua y los alimentos
contaminados, y estas condiciones.
En lo tocante al punto fundamental de la degradación
de la ciudad, John Ruskin dio en la tecla. , escribió, calles limpias y activas en
el interior, y afuera el campo abierto, de manera que, desde cualquier parte de
la ciudad, puedan alcanzarse en unos cuantos minutos de caminata un aire
perfectamente fresco, la hierba y la vista del horizonte distante.» Esta feliz
visión atraería incluso a los fabricantes, quienes aquí y allá, en Port
Sunlight y Bournville, comenzaron a edificar aldeas industriales cuyo atractivo
rivalizaría con el de los mejores suburbios más recientes.
Importar aire fresco, agua pura, espacio abierto
verde y luz solar a la ciudad pasó a ser el objetivo primordial del urbanismo
inteligente. La necesidad era tan urgente que, a pesar de su pasión por la
belleza urbana, Camillo Sitte insistía en la función higiénica del parque
urbano, como un , para usar su propia
expresión» los de la ciudad, cuya función
era nuevamente apreciada en razón de su ausencia.
El culto de la limpieza tuvo sus orígenes antes de la
era paleotécnica: debe mucho a las ciudades holandesas del siglo XVII, con su
abundante suministro de agua, sus grandes ventanales en las casas, que denunciaban
cada partícula de polvo en el interior, y sus pisos de mosaico; por lo cual el
fregado y el blanqueado del ama de casa holandesa se hicieron proverbiales. La
limpieza obtuvo nuevos refuerzos científicos después de 1870. En tanto que, con
su criterio dualista, se separaba el cuerpo del espíritu, podía desdeñarse su
cuidado sistemático, casi como un síntoma de preocupaciones más espirituales.
Pero la nueva concepción del organismo que se desarrolló en el siglo XIX, con
Johannes Müller y Claude Bernard, reunía los procesos fisiológicos y
psicológicos; y así el cuidado del cuerpo se convirtió, una vez más, en una
disciplina moral y estética. a través de sus investigaciones bacteriológicas,
Pasteur modificó la concepción del medio externo e interno de los organismos:
en la suciedad y la mugre se desarrollaban virulentos organismos microscópicos,
los cuales, en buena medida, desaparecían ante el agua y el jabón y la luz del
sol. Como consecuencia de esto, el granjero que hoy ordeña una vaca adopta precauciones
sanitarias que no se preocupaba por tomar un cirujano londinense de mediados
del siglo XIX al prepararse para llevar a cabo una operación importante, hasta
que Lister le enseñó qué era lo que se debía hacer. Las nuevas normas en
materia de luz, aire y limpieza que Florence Nightingale estableció para los
hospitales, las impuso también en la sala de estar de su casa, con sus paredes
blancas, como verdadero preludio al admirablemente higiénico de Le Corbusier, en la
arquitectura moderna.
Por fin, la indiferencia de la ciudad industrial ante
la oscuridad y la mugre quedaba debidamente denunciada como un monstruoso
salvajismo. Nuevos adelantos en las ciencias biológicas pusieron de relieve las
fechorías del nuevo ambiente con su humo, su bruma y sus emanaciones. A medida
que aumenta nuestro conocimiento experimental de la medicina, esta lista de
males se alarga: ya incluye las doscientas y tantas sustancias productoras de
cáncer que, por lo común, se encuentran todavía en el aire de la mayoría de las
ciudades industriales, para no hablar del polvillo metálico y pétreo y de los
gases tóxicos que elevan la gravitación y aumentan la mortalidad en las
enfermedades de las vías respiratorias.
Si bien la presión del conocimiento científico
contribuyó lentamente a mejorar las condiciones existente en la ciudad, como
totalidad, tuvo un efecto más rápido sobre las clases educadas y acomodadas,
que pronto entendieron la insinuación y huyeron de la ciudad para refugiarse en
un ambiente que no fuera tan hostil a la salud. Una de las causas de esta
aplicación tardía de la higiene moderna al diseño urbano fue el hecho de que
las mejoras del equipo higiénico de las viviendas introducían una alteración
radical en los costos; y estos costos se reflejaban en inversiones municipales
mayores en servicios públicos y en mayores impuestos para pagarlas.
Así como el industrialismo temprano, para sacar sus
ganancias, estrujó no sólo la economía maquinista sino también la miseria de
los trabajadores, por su parte la ciudad fabril rudimentaria había mantenido
sus salarios e impuestos bajos mediante la pauperización y el agotamiento del
medio. La higiene reclamaba espacio, equipos municipales y recursos naturales
de los que hasta entonces se había carecido. Con el tiempo este reclamo llevó a
la socialización municipal como acompañamiento normal de la mejora de los
servicios. Ni la provisión de agua pura ni la eliminación colectiva de la
basura y los excrementos podían dejarse a cargo de la conciencia privada ni ser
resueltas únicamente en caso de que dieran ganancias.
En los centros más pequeños podría dejarse a las
compañías privadas el privilegio de mantener uno o más de estos servicios,
hasta que un notorio brote de enfermedad impusiera el control público; pero en
las ciudades mayores la socialización era el precio de la seguridad; y así, a
pesar de las pretensiones teóricas del liberalismo, el siglo XIX se convirtió,
como acertadamente destacaron Beatrice y Sidney Webb, en el siglo del
socialismo municipal. Cada mejora en el interior del edificio reclamaba su
servicio de propiedad y administración colectivas: por una parte, cañerías
maestras de agua, depósitos de agua, acueductos y estaciones de bombeo; por la
otra, cañerías maestras de desagüe, plantas de reducción de aguas servidas y
granjas que las utilizaban. Sólo faltaba la propiedad pública de la tierra para
la extensión, la protección o la colonización de la ciudad. Ese paso hacia
adelante constituyó una de las contribuciones más significativas de la ciudad
jardín de Ebenezer Howard.
Mediante esta socialización eficaz y de amplia
difusión, la tasa general de mortalidad, así como la tasa de mortalidad
infantil, tendieron a decrecer después de la década de 1870; y tan manifiestas
eran estas mejoras que aumentó la inversión social de capital municipal en
estos servicios. Pero los rasgos principales seguían siendo negativos: los
nuevos barrios de la ciudad no expresaban, en ninguna forma positiva,
comprensión de la interacción entre el organismo como totalidad y el ambiente
que las ciencias biológicas proponían. Hoy mismo, en realidad sería imposible
recaudar del seudomoderno uso a la moda de las grandes, ventanas de vidrio
herméticamente cerradas, que Downes y Blunt ya habían establecido en 1877, las
propiedades bactericidas de la luz directa del sol. Esa irracionalidad denuncia
cuán superficial es aún el respeto de la ciencia por parte de muchas personas
que se suponen instruidas, e incluso de técnicos.
Por primera vez las mejoras sanitarias introducidas inicialmente
en los palacios sumerios y cretenses, y extendidas a las familias patricias de
Roma, en fecha posterior, se ponían ahora al alcance de toda la población de la
ciudad. Se trataba de un triunfo de los principios democráticos que ni siquiera
los regímenes dictatoriales podían coartar; y, a decir verdad, uno de los
máximos beneficios públicos conferidos por el destructor de la Segunda
República Francesa consistió en la tremenda limpieza de París emprendida bajo
las órdenes del barón Haussmann, un servicio mucho más fundamental, y en
realidad también mucho más original, que cualquiera de sus célebres actos de
urbanismo propiamente dicho.
Nueva York fue la primera gran ciudad que obtuvo una
amplia provisión de agua pura mediante la construcción del sistema Croton de
depósitos y acueductos, inaugurado en 1842; pero, con el tiempo, todas las
grandes ciudades se vieron obligadas a seguir este ejemplo. La distribución de
las aguas servidas siguió siendo un arduo problema, y excepto en ciudades
suficientemente pequeñas como para disponer de granjas capaces de transformar
todos los residuos de esa naturaleza, hasta la fecha el problema no ha sido
resuelto el debida forma. No obstante, el nivel de un cuarto de baño privado e
higiénico por familia —un inodoro conectado a cañerías públicas, en las
comunidades de edificación densa— ya estaba establecido a fines del siglo XIX.
Por lo que hace a la basura, los procedimientos usuales, que consisten en
arrojarla o quemarla, cuando se trata de un valioso abono agrícola, sigue
siendo uno de los pecados persistentes de la administración municipal no
científica.
La limpieza de las calle fue un problema más arduo,
hasta que los adoquines y el asfalto se universalizaron, se eliminó la tracción
a sangre y se hizo abundante la provisión pública de agua; pero, en última
instancia, resultó más fácil solucionarlo que resolver el problema de la
higienización del aire. Hoy mismo la cortina de polvo y humo que impide el paso
de los rayos ultravioleta sigue siendo una de los atributos desvitalizadores de
los centros urbanos más congestionados, acrecentado, en vez de ser aminorado,
por el ostentoso aunque técnicamente anticuado automóvil, que incluso agrega un
invisible veneno: el monóxido de carbono. Como compensación parcial, la introducción
de agua corriente y baños en la vivienda —y la etapa intermedia de reaparición
de los baños públicos, abandonados después de la Edad Media— debe haber
contribuido a reducir tanto las enfermedades, en general, como la mortalidad
infantil, en particular.
En conjunto, la obra de los reformadores sanitarios e
higienistas, de un Chadwick, una Florence Nightingale, un Louis Pasteur y un
barón Haussmann, despojó a la vida urbana, en sus niveles más bajos, de algunos
de sus peores terrores y degradaciones físicas. Si el industrialismo disminuyó
los aspectos creados de la vida urbana, los efectos maléficos de sus productos
residuales y excrementos fueron también reducidos con el tiempo. Hasta los
cuerpos de los muertos contribuyeron a la mejora, pues formaron un cinturón
verde de suburbios y parques mortuorios en torno de la ciudad en desarrollo; y
también al respecto merece Haussmann un saludo respetuoso por su audaz y
magistral solución del problema.
El nuevo medio industrial carecía tan evidentemente
de los atributos de la salud que apenas si tiene algo de sorprendente que el
contramovimiento de la higiene proporcionara las contribuciones más positivas
al urbanismo durante el siglo XIX. Los nuevos ideales fueron expuestos
provisionalmente en una utopía titulada Hygeia, or the City of Health,
publicada por el doctor Benjamin Ward Richardson en 1875. En ella se descubren
residuos inconscientes de aceptación del grado existente de hacinamiento; pues
en tanto que menos de una generación después Ebenezer Howard preveía una
superficie de 2.500 hectáreas para albergar y cercar a 32.000 personas,
Richardson proponía poner 100.000 personas en 1.600 hectáreas. En la nueva
ciudad los ferrocarriles serían subterráneos, a pesar de las locomotoras de
carbón, entonces corrientes; pero en las casas no se permitirían sótanos de
ningún género, prohibición que obtuvo respaldo legal en Inglaterra. La
construcción de los subterráneos sería de ladrillo, por dentro y por fuera,
para facilitar el lavado con mangueras —recurrente sueño masculino—, las
chimeneas estarían conectadas con túneles centrales que trasladarían el carbón
no quemado a un horno de gas donde se consumiría.
Por arcaicas que hoy resulten algunas de estas
propuestas, en muchos aspectos el doctor Richardson no sólo se adelantaba a su
tiempo sino que estaba igualmente adelantado con respecto a nuestra época.
Propuso abandonar y preconizó un pequeño
hospital para cada cinco mil personas. Del mismo modo se daría albergue, en
edificios de dimensiones modestas, a los desvalidos, los ancianos y los
incapacitados mentales. Las concepciones físicas de Richardson sobre la ciudad
hoy resultan anticuadas; pero, por mi parte, sostengo que aún son dignas de
atención sus contribuciones a la atención médica colectiva. Con amplia
justificación racional, propuso que se volviera a las elevadas normas médicas y
humanas de la ciudad medieval.
9. La
ciudad subterránea
Fue principalmente a través de las reacciones que
produjo, del éxodo que generó, que el régimen paleotécnico tuvo un efecto sobre
las futuras formas urbanas. Estos contraataques fueron instigados, a partir de
la década de 1880, por una transformación dentro de la propia industria.
Dicho cambio fue inicialmente caracterizado por
Patrick Geddes como el paso de la economía paleotécnica, hasta entonces
reinante, dominada por el carbón, el hierro y la máquina de vapor, a una
economía neotécnica, basada en la electricidad, los metales más livianos, el
transformador y el motor eléctricos. Geddes oponía la suciedad y el desorden
jactanciosos de la ciudad minera a las condiciones existentes en una planta
generadora de energía hidroeléctrica, donde la necesidad de asegurar el flujo
constante de corriente impone una lmpieza inmaculada en todos los puntos de
contacto.
Estos perfeccionamientos neotécnicos, que confluyeron
en la década de 1880, fueron reforzados en la misma época por la introducción
de la cirugía aséptica, que completó las reformas higiénicas iniciadas en los
hospitales por Florence Nightingale y lord Lister. Invenciones neotécnicas
típicas, desde la fotografía hasta las comunicaciones radiales, surgieron
directamente de descubrimientos científicos; a dichas invenciones se sumaron
adelantos igualmente importantes derivados de la bacteriología y la fisiología,
que establecieron la importancia de la luz solar para el crecimiento saludable,
y la necesidad de aire puro, agua limpia, cuerpos limpios y un ambiente general
limpio para impedir la propagación de las enfermedades. Muchas industrias, en
vez de aferrarse a miopes prácticas tradicionales, alentaron la investigación
científica, la racionalización técnica y el planeamiento coordenado en todos
los dominios. Con esta nueva postura mental en las empresas comerciales, el
arte perdido del urbanismo volvió una vez más a la ciudad: ya no se dejaban de
lado como impertinencias afeminadas la forma y el orden, la claridad y la
limpieza.
Esta transformación se ha visto retardada por
empecinados intereses creados que han sacado partido de las invenciones
neotécnicas para prolongar prácticas técnicas y comerciales socialmente
deletéreas. Pero si la economía neotécnica no ha dado todavía nacimiento a la
ciudad neotécnica completa, comparable al arquetipo paleotécnico de Villa
Carbón, es necesario buscar una causa más fundamental para ello: en la nueva
economía, con su creciente productividad, su difusión en la automatización y su
excedente de productos y ocios, la propia industria ya no puede dominar y desplazar
todos los demás aspectos de la vida; se convierte potencialmente, cuando no de
hecho, en una parte contribuyente de una pauta comunal mucho más compleja.
Cabe, pues, hablar de un parque industrial o un recinto comercial neotécnico;
pero la ciudad multilateral donde estas unidades desempeñarían idealmente un
papel no puede ser caracterizada solamente por sus atributos tecnológicos. Lo
más cercano a una ciudad neotécnica puede encontrarse en una comunidad tan
amplia y equilibrada como lo es una de las de Inglaterra.
Por consiguiente, se ha desarrollado en dos
direcciones la eliminación de la ciudad industrial clásica y la enmienda de sus
vicios propios. En primer lugar, a través del mayor desarrollo de la
tecnología, con aplicaciones más vastas de la ciencia y de la práctica
perfeccionada, incluso en las industrias que antaño explotaban más a sus
obreros, maculando y desfigurando el ambiente. En segundo lugar, a través de
una serie de reacciones contra los males específicos que aparecieron con el
régimen de carbón y hierro de la producción capitalista clásica. Estas
reacciones frente al modelo clásico de villa Carbón están sintetizadas, a esta
altura de los tiempos, en el concepto en desarrollo del. No hay mejor testimonio de
las condiciones empobrecidas o positivamente malas generadas por la ciudad
paleotécnica que la abundancia de leyes que se ha acumulado durante el último
siglo y que está destinada a corregirlas: normas sanitarias, servicios higiénicos,
escuelas públicas gratuitas, seguridad en el empleo, fijación de salario
mínimo, viviendas para obreros, eliminación de tugurios, conjuntamente con la
creación de parques y campos de juego públicos, bibliotecas públicas y museos.
A estas mejoras les falta todavía encontrar su expresión cabal en una nueva
forma de ciudad.
Pero, no obstante, la ciudad industrial arquetípica
dejó profundas heridas en el ambiente; y algunas de sus peores características
han subsistido, sólo superficialmente mejoradas por los medios neotécnicos. Así
el automóvil está contaminando el aire desde hace más de medio siglo sin que
sus ingenieros hagan algún esfuerzo serio por eliminar de su escape el tóxico
gas de monóxido de carbono, por más que unas cuantas bocanadas de ése, en su
forma pura, resulten mortales; ni tampoco han eliminado los hidrocarbonos no
quemados que contribuyen a producir el smog, que cubre una conurbación
tan plagada de automóviles como es Los Ángeles. Así, también, los ingenieros de
vialidad que se han atrevido a introducir sus autopistas múltiples en el
corazón mismo de la ciudad y que se han preocupado por garantizar el
estacionamiento de los automóviles en enormes playas y garajes, han repetido
magistralmente, ampliándolos, los peores errores de los ingenieros de
ferrocarriles. A decir verdad, en el preciso instante en que se procedía a
eliminar el tren elevado para el transporte público, como un grave estorbo,
estos descuidados ingenieros reinstalaban el mismo tipo de estructura anticuada
para conveniencia del automóvil privado. Así, buena parte de lo que da la
impresión de ser brillantemente contemporáneo no hace nada más que restablecer
la forma arquetípica de Villa Carbón, bajo una cubierta niquelada.
Pero hay un aspecto de la ciudad moderna donde la presión
de Villa Carbón se deja sentir con más fuerza todavía y en la que los efectos
finales son aún más hostiles a la vida. Me refiero al entrelazamiento de
imprescindibles instalaciones subterráneas, a fin de producir un resultado
absolutamente gratuito: la ciudad subterránea, concebida como ideal. Como cabía
esperar de un régimen cuyas invenciones claves salieron de las minas, el túnel
y el subterráneo fueron sus únicas contribuciones a la forma urbana; y lo que
no deja de ser sintomático, ambos tipos de instalaciones fueron derivados
directos de la guerra, primeramente en la ciudad antigua y luego en el complejo
trabajo de zapa necesario para conquistar la fortificación barroca. En tanto
que en la superficie de Villa Carbón las formas del transporte y la vivienda
han sido reemplazadas en buena parte, su red subterránea ha prosperado y
proliferado. Las cañerías maestras de agua y desagüe, así como las grandes
redes de gas y electricidad, fueron contribuciones valiosas al nivel superior
de la ciudad; y, con ciertas limitaciones, podrían justificarse el ferrocarril
subterráneo, el túnel para automóviles y los lavatorios subterráneos. Pero a
esas instalaciones se han sumado luego las tiendas y los almacenes subterráneos
y, finalmente, los refugios antiaéreos, como si el tipo de medio que sirvió
para los mecanismos físicos y los servicios públicos de la ciudad aportara
otras ventajas reales a sus habitantes. Por desgracia, la ciudad subterránea
exige la presencia constante de seres humanos vivos, los cuales también quedan
bajo tierra; y esa imposición constituye poco menos que un entierro prematuro
o, por lo menos, una preparación para la existencia en cápsulas, que es la
única que quedará al alcance de quienes aceptan el perfeccionamiento mecánico
como la principal justificación de la aventura humana.
La ciudad subterránea constituye una clase nueva de
ambiente. Es una prolongación y una normalización del medio impuesto al minero
—aislado de las condiciones naturales—, en todo momento bajo un control
mecánico posibilitado por la luz artificial, la ventilación artificial y las
limitaciones artificiales de las reacciones humanas ante las que sus
organizadores consideran lucrativas o útiles. Este nuevo ambiente se constituyó
paulatinamente a partir de una serie de invenciones empíricas; y a esto se debe
que, hasta en las metrópolis más ambiciosas, sólo rara vez se hayan proyectado
las instalaciones subterráneas (como las grandes cloacas de París) con miras a
su reparación económica y su conexión con los edificios próximos, por más que
es evidente que, en los barrios más populosos de una ciudad, un solo túnel,
accesible a intervalos, podría servir como arteria colectiva y, a la larga,
daría lugar a grandes economías.
Una generación atrás, Henry Wright, al analizar el costo
de la vivienda, descubrió que el precio de una habitación entera estaba
enterrado en la calle, en las diversas instalaciones mecánicas necesarias para
el funcionamiento de la casa. Desde entonces el costo relativo de estas
cañerías, cales y conductos subterráneos ha aumentado; en tanto que, con cada
ampliación de la ciudad, lo mismo que con cada aumento de la congestión
interna, el costo del sistema entero también aumenta desproporcionadamente.
Dada la presión que se ejerce para hundir más
capitales en la ciudad subterránea, se dispone de menos dinero para el espacio
y la belleza arquitectónica sobre su superficie; en realidad, el paso siguiente
en el desarrollo de la ciudad, un paso que ya se ha dado en muchas ciudades
norteamericanas, consiste en extender el principio de la ciudad subterránea
incluso al diseño de edificios que están visiblemente sobre la superficie del
suelo, desbaratando así todo esfuerzo artístico. Con el aire acondicionado y la
constante iluminación fluorescente, los espacios internos de los nuevos
rascacielos norteamericanos no son muy diferentes de cómo serían si estuvieran
a treinta metros por debajo de la superficie. Ninguna extravagancia en materia
de equipo mecánico es demasiado grande para producir este ambiente interno uniforme,
pero el ingenio técnico que se invierte en la fabricación de estos edificios
herméticamente cerrados no es capaz de crear el equivalente de un fondo
orgánico para las funciones y actividades humanas.
Todo esto corresponde simplemente a los preparativos.
Pues los sucesores de la ciudad paleotécnica han creado instrumentos y
condiciones que, potencialmente, son mucho más letales que los que destruyeron
tantas vidas en la ciudad de Donora, en Pensilvania, debido a una concentración
de gases tóxicos, o la que, en diciembre de 1952, mató en Londres, en una
semana, un número de seres humanos que se calcula en unos cinco mil por encima
de las defunciones normales. La explotación del uranio para producir materiales
capaces de fisión amenaza, si se continúa con ella, con envenenar la litosfera,
la atmósfera y la biosfera —para no hablar del agua para beber—, en una forma
que superará de lejos las peores fechorías de la primitiva ciudad industrial,
ya que los procesos industriales prenucleares podían detenerse y sus residuos
podían absorberse o cubrirse, sin causar un daño permanente.
Una vez que tiene lugar la fisión, la radiactividad
liberada permanece a lo largo de la vida de los productos, una vida que a veces
hay que medir en muchas centurias y hasta en miles de años; no se la puede
alterar ni relegar a un sitio determinado sin contaminar, a la larga, la zona
donde se la arroja, ya sea ésta la estratosfera o el fondo del océano. Mientras
tanto, la elaboración de estos materiales letales continúa sin cesar, como
preparativo para ataques militares colectivos destinados a exterminar
poblaciones enteras. Para hacer tolerables estos preparativos criminalmente
insanos, las autoridades públicas han preparado diligentemente a sus ciudadanos
para que marchen a sótanos y subterráneos en busca de . Sólo el costo apabullante
que implicaría la creación de toda una red de ciudades subterráneas, que
pudiera dar cabida a la población entera, impide hasta ahora este monstruoso
abuso de la energía humana.
El industrial victoriano que exponía a sus
conciudadanos al hollín y al smog, a una higiene pésima y a enfermedades
fomentadas por el ambiente, alimentaba con todo la fe en que su obra
contribuía, en última instancia, a la . Pero sus herederos en la
ciudad subterránea no se hacen tales ilusiones: son presa de terrores
compulsivos y de fantasías pervertidas, cuyo resultado final puede ser el
exterminio universal; y cuanto más se consagren a adaptar su ambiente urbano a
esta posibilidad, más seguro es que acarrearán el genocidio colectivo
ilimitado, que muchos de ellos ya han justificado en su espíritu como el precio
necesario para conservar la y la . Los señores de la ciudadela
subterránea están metidos en una a la que no le pueden poner
fin, con armas cuyos efectos últimos no pueden controlar y con objetivos que no
pueden lograr. La ciudad subterránea amenaza, por lo tanto, con convertirse en
la cripta funeraria última de nuestra civilización incinerada. La única
alternativa que le queda al hombre moderno consiste en salir nuevamente a la
luz y tener el coraje, no de escapar a la luna, sino de volver a su propio
centro humano, y de dominar las compulsiones e irracionalidades belicosas que
comparte con sus amos y mentores. No sólo tiene que olvidarse del arte de la
guerra, sino que también debe adquirir y dominar, como nunca antes, las artes
de la vida.
NOTAS
* La
riqueza de las naciones, Aguilar, España, 1961.
** Forma
de dios Vishnu o Krishna, cuyo ídolo se guarda en Puri, en la India. En uno de
los festivales de adoración al ídolo, el Rathayatra, la imagen es colocada en
un carro especial adornado con pinturas obscenas, y es llevada por las calles.
Existía la creencia errónea de que, en épocas anteriores, los devotos de
Juggernaut se tiraban bajo las ruedas del carro para ser pisados por ellas. (N.
del T.)
***
Neologismo formado a partir de las palabras (humo) y (niebla). (N. del T.)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)