Eric Hobsbawn
Era considerado como uno de los pensadores imprescindibles del siglo
XX; murió a causa de una neumonía.
Londres. El historiador marxista británico Eric Hobsbawm, considerado
uno de los pensadores imprescindibles del siglo XX, falleció este lunes en
Londres a los 95 años de edad, anunció su familia. "Murió a consecuencia
de una neumonía a primera hora de esta mañana en Londres. Tenía 95 años",
declaró su hija Julia Hobsbawm. "Se le echará de menos, no sólo su esposa
desde hace 50 años, Marlene, sus tres hijos, siete nietos y un bisnieto, sino
también por sus miles de lectores y estudiantes en todo el mundo", agregó.
Hoobsbawm, quien influenció a generaciones enteras de historiadores y
políticos, es reconocido principalmente por su Historia del siglo XIX en tres
volúmenes a la que se sumó en 1994 una Historia del Siglo XX que le dio fama
mundial.
Nacido el 9 de junio de 1917 en una familia judía de Alejandría
(Egipto), Hobsbawm creció en Viena y en Berlín, antes de huir a Londres en 1933
coincidiendo con la llegada de Hitler al poder.
Tras estudiar historia y doctorarse en la Universidad de Cambridge
empezó a dar clases en la Birckbeck University de Londres, con la que siguió
ligado para siempre a pesar de múltiples etapas como profesor visitante en
Estados Unidos, y particularmente en la Universidad de Stanford californiana.
Va un texto como recuerdo a alguien que siempre nos aporto
sabiduría y pensamiento.
LAS REVOLUCIONES (Extracto del Libro “The Age Of Revolution, Europe 1789-1848”, Ed. Crítica,
Barcelona, España, 2003) Por Eric Hobsbawm
Capítulo I
Rara vez la incapacidad de los gobiernos para detener el curso de la
historia se ha demostrado de modo más terminante que en los de la generación
posterior a 1815. Evitar una segunda Revolución Francesa, o la catástrofe
todavía peor de una revolución europea general según el modelo de la francesa,
era el objetivo supremo de todas las potencias que habían tardado más de veinte
años en derrotar a la primera; incluso de los ingleses, que no simpatizaban con
los absolutismos reaccionarios que se reinstalaron sobre toda Europa y sabían
que las reformas ni pueden ni deben evitarse, pero que temían una nueva expansión
francojacobina más que cualquier otra contingencia internacional. A pesar de lo
cual, jamás en la historia europea y rarísima vez en alguna otra, el morbo
revolucionario ha sido tan endémico, tan general, tan dispuesto a extenderse
tanto por contagio espontáneo como por deliberada propaganda.
Tres principales olas revolucionarias hubo en el mundo occidental
entre 1815 y 1848. (Asia y África permanecieron inmunes: las primeras grandes
revoluciones, el “motín indio” y «la rebelión de Taiping», no ocurrieron hasta
después de 1850). La primera tuvo lugar en 1820-1824. En Europa se limitó
principalmente al Mediterráneo, con España (1820), Nápoles (1820) y Grecia
(1821) como epicentros. Excepto el griego, todos aquellos alzamientos fueron
sofocados. La revolución española reavivó el movimiento de liberación de sus
provincias sudamericanas, que había sido aplastado después de un esfuerzo
inicial (ocasionado por la conquista de la metrópoli por Napoleón en 1808) y
reducido a unos pocos refugiados y a algunas bandas sueltas. Los tres grandes
libertadores de la América del Sur española, Simón Bolívar, San Martín y
Bernardo O’Higgins, establecieron respectivamente la independencia de la “Gran
Colombia” (que comprendía las actuales repúblicas de Colombia, Venezuela y
Ecuador), de la Argentina, menos las zonas interiores de lo que ahora son
Paraguay y Bolivia y las pampas al otro lado del Río de la Plata, en donde los
gauchos de la Banda Oriental (ahora el Uruguay) combatían a los argentinos y a
los brasileños, y de Chile. San Martín, ayudado por la flota chilena al mando
de un noble radical inglés, Cochrane (el original del capitán Hornblower de la
novela de C. S. Forrester), liberó a la última fortaleza del poder hispánico:
el virreinato del Perú.
En 1822 toda la América española del Sur era libre y San Martín, un
hombre moderado y previsor de singular abnegación, abandonó a Bolívar y al
republicanismo y se retiró a Europa, en donde vivió su noble vida en la que era
normalmente un refugio para los ingleses perseguidos por deudas,
Boulogne-sur-Mer, con una pensión de O’Higgins. Entre tanto, el general español
enviado contra las guerrillas de campesinos que aún quedaban en México -Itúrbide- hizo causa común con ellas bajo el
impacto de la revolución española, y en 1821 declaró la independencia mexicana.
En 1822, el Brasil se separó tranquilamente de Portugal bajo el regente dejado
por la familia real portuguesa al regresar a Europa de su destierro durante la
guerra napoleónica. Los Estados Unidos reconocieron casi inmediatamente a los
más importantes de los nuevos Estados; los ingleses lo hicieron poco después,
teniendo buen cuidado de concluir tratados comerciales con ellos. Francia los
reconoció más tarde.
La segunda ola revolucionaria se produjo en 1829-1834, y afectó a toda la Europa al Oeste
de Rusia y al continente norteamericano. Aunque la gran era reformista del
presidente Andrew Jackson (1829-1837) no estaba directamente conectada con los
trastornos europeos, debe contarse como parte de aquella ola. En Europa, la
caída de los Borbones en Francia estimuló diferentes alzamientos. Bélgica
(1830) se independizó de Holanda; Polonia (1830-1831) fue reprimida sólo
después de considerables operaciones militares; varias partes de Italia y
Alemania sufrieron convulsiones; el liberalismo triunfó en Suiza -país mucho menos pacífico entonces que
ahora-; y en España y Portugal se abrió un período de guerras civiles entre
liberales y clericales. Incluso Inglaterra se vio afectada, en parte por culpa
de la temida erupción de su volcán local -
Irlanda-, que consiguió la emancipación católica (1829) y la
reaparición de la agitación reformista. El Acta de Reforma de 1832 correspondió
a la revolución de julio de 1830 en Francia, y es casi seguro que recibiera un
poderoso aliento de las noticias de París. Este período es probablemente el
único de la historia moderna en el que los sucesos políticos de Inglaterra
marchan paralelos a los del continente, hasta el punto de que algo parecido a
una situación revolucionaria pudo ocurrir en 1831-1832 a no ser por la
prudencia de los partidos whig y tory. Es el único período del siglo XIX en el
que el análisis de la política británica en tales términos no es completamente
artificial. De todo ello se infiere que la ola revolucionaria de 1830 fue mucho
más grave que la de 1820. En efecto, marcó la derrota definitiva del poder
aristocrático por el burgués en la Europa occidental. La clase dirigente de los
próximos cincuenta años iba a ser la “gran burguesía” de banqueros,
industriales y altos funcionarios civiles, aceptada por una aristocracia que se
eliminaba a sí misma o accedía a una política principalmente burguesa, no
perturbada todavía por el sufragio universal, aunque acosada desde fuera por
las agitaciones de los hombres de negocios modestos e insatisfechos, la pequeña
burguesía y los primeros movimientos laborales. Su sistema político, en
Inglaterra, Francia y Bélgica, era fundamentalmente el mismo: instituciones
liberales salvaguardadas de la democracia por el grado de cultura y riqueza de
los votantes -sólo 168.000 al principio en Francia- bajo un monarca
constitucional, es decir, algo por el estilo de las instituciones de la primera
y moderada fase de la Revolución francesa, la constitución de 1791.
Sin embargo, en los Estados Unidos, la democracia jacksoniana supuso
un paso más allá: la derrota de los ricos oligarcas no demócratas (cuyo papel
correspondía al que ahora triunfaba en la Europa occidental) por la ilimitada
democracia llegada al poder por los votos de los colonizadores, los pequeños
granjeros y los pobres de las ciudades.
Fue una innovación portentosa que los pensadores del liberalismo
moderado, lo bastante realistas para comprender las consecuencias que tarde o
temprano tendría en todas partes, estudiaron de
cerca y con atención. Y, sobre todos, Alexis de Tocqueville, cuyo libro
La democracia en América (1835) sacaba lúgubres consecuencias de ella. Pero,
como veremos, 1830 significó una innovación más radical aún en política: la
aparición de la clase trabajadora como fuerza política independiente en
Inglaterra y Francia y la de los movimientos nacionalistas en muchos países
europeos.
Detrás de estos grandes cambios en política hubo otros en el
desarrollo económico y social. Cualquiera que sea el aspecto de la vida social
que observemos, 1830 señala un punto decisivo en él; de todas las fechas entre
1789 y 1848 es, sin duda alguna, la más memorable. Tanto en la historia de la
industrialización y urbanización del continente y de los Estados Unidos, como
en la de las migraciones humanas, sociales y geográficas o en la de las artes y
la ideología, aparece con la misma prominencia. Y en Inglaterra y la
Europa occidental, en general, arranca de ella el principio de
aquellas décadas de crisis en el desarrollo de la nueva sociedad que
concluyeron con la derrota de las revoluciones de 1848 y el gigantesco avance económico
después de 1851.
La tercera y mayor de las olas revolucionarias, la de 1848, fue el
producto de aquella crisis. Casi simultáneamente la revolución estalló y
triunfó (de momento) en Francia, en casi toda Italia, en los Estados alemanes,
en gran parte del Imperio de los Habsburgo y en Suiza (1847). En forma menos
aguda, el desasosiego afectó también a España, Dinamarca y Rumania y en forma
esporádica a Irlanda, Grecia e Inglaterra. Nunca se estuvo más cerca de la
revolución mundial soñada por los rebeldes de la época que con ocasión de
aquella conflagración espontánea y general, que puso fin a la época estudiada
en este volumen. Lo que en 1789 fue el alzamiento de una sola nación era ahora,
al parecer, “la primavera de los pueblos” de todo un continente.
Capítulo II
A diferencia de las revoluciones de finales del siglo XVIII, las del
período posnapoleónico fueron estudiadas y planeadas. La herencia más
formidable de la Revolución francesa fue la creación de modelos y patrones de
levantamientos políticos para uso general de los rebeldes de todas partes. Esto
no quiere decir que las revoluciones de 1815-1848 fuesen obra exclusiva de unos
cuantos agitadores desafectos, como los espías y los policías de la época
-especies muy utilizadas- llegaban a decir a sus superiores. Se produjeron porque
los sistemas políticos vueltos a imponer en Europa eran profundamente
inadecuados -en un período de rápidos y
crecientes cambios sociales- a las circunstancias políticas del continente, y
porque el descontento era tan agudo que hacía inevitable los trastornos. Pero
los modelos políticos creados por la revolución de 1789 sirvieron para dar un
objetivo específico al descontento, para convertir el desasosiego en
revolución, y, sobre todo, para unir a toda Europa en un solo movimiento -o
quizá fuera mejor llamarlo corriente- subversivo.
Hubo varios modelos, aunque todos procedían de la experiencia francesa
entre 1789 y 1797. Correspondían a las tres tendencias principales de la
oposición pos-1815: la moderada liberal (o dicho en términos sociales, la de la
aristocracia liberal y la alta clase media), la radical-democrática (o sea, la
de la clase media baja, una parte de los nuevos fabricantes, los intelectuales
y los descontentos) y la socialista (es decir, la del “trabajador pobre” o
nueva clase social de obreros industriales). Etimológicamente, cada uno de esos
tres vocablos refleja el internacionalismo del período: “liberal” es de origen
franco-español; “radical”, inglés; “socialista”, anglo-francés. “Conservador”
es también en parte de origen francés (otra prueba de la estrecha correlación
de las políticas británica y continental en el período del Acta de Reforma). La
inspiración de la primera fue la revolución de 1789-1791; su ideal político,
una suerte de monarquía constitucional cuasibritánica con un sistema
parlamentario oligárquico -basado en la
capacidad económica de los electores como el creado por la Constitución de 1791
que, como hemos visto, fue el modelo típico de las de Francia, Inglaterra y
Bélgica después de 1830-1832.
La inspiración de la segunda podía decirse que fue la revolución de
1792-1793, y su ideal político, una república democrática inclinada hacia un
“estado de bienestar” y con cierta animosidad contra los ricos como en la
Constitución Jacobina de 1793. Pero, por lo mismo que los grupos sociales
partidarios de la democracia radical eran una mezcolanza confusa de ideologías
y mentalidades, es difícil poner una etiqueta precisa a su modelo
revolucionario francés. Elementos de lo que en 1792-1793 se llamó girondismo,
jacobinismo y hasta “sans-culottismo”, se entremezclaban, quizá con predominio
del jacobinismo de la Constitución de 1793. La inspiración de la tercera era la
revolución del año II y los alzamientos postermidorianos, sobre todo la
“Conspiración de los Iguales” de Babeuf, ese significativo alzamiento de los
extremistas jacobinos y los primitivos comunistas que marca el nacimiento de la
tradición comunista moderna en política. El comunismo fue el hijo del
“sans-culottismo” y el ala izquierda del robespierrismo y heredero del fuerte
odio de sus mayores a las clases medias y a los ricos. Políticamente el modelo
revolucionario “babuvista” estaba en la línea de Robespierre y Saint-Just.
Desde el punto de vista de los gobiernos absolutistas, todos estos
movimientos eran igualmente subversivos de la estabilidad y el buen orden,
aunque algunos parecían más dedicados a la propaganda del caos que los demás, y
más peligrosos por más capaces de inflamar a las masas míseras e ignorantes
(por eso la policía secreta de Metternich prestaba en los años 1830 una
atención que nos parece desproporcionada a la circulación de las Paroles d´un croyant de Lamennais (1834), pues al hablar un lenguaje católico y
apolítico, podía atraer a gentes inafectadas por una propaganda francamente
atea). Sin embargo, de hecho, los movimientos de oposición estaban unidos por
poco más que su común aborrecimiento a los regímenes de 1815 y el tradicional frente común de todos
cuantos por cualquier razón se oponían a la monarquía absoluta, a la Iglesia y
a la aristocracia. La historia del período 1815-1848 es la de la desintegración
de aquel frente unido.