martes, 15 de junio de 2021

Nuevas Citas


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Era una ciudad de ladrillo rojo, es decir, de ladrillo que habría sido rojo si el humo y la ceniza se lo hubiesen consentido; como no era así, la ciudad tenía un extraño color rojinegro, parecido al que usan los salvajes para embadurnarse la cara. Era una ciudad de máquinas y de altas chimeneas, por las que salían interminables serpientes de humo que no acababan nunca de desenroscarse, a pesar de salir y salir sin interrupción. Pasaban por la ciudad un negro canal y un río de aguas teñidas de púrpura maloliente; tenía también grandes bloques de edificios llenos de ventanas, y en cuyo interior resonaba todo el día un continuo traqueteo y temblor y en el que el émbolo de la máquina de vapor subía y bajaba con monotonía, lo mismo que la cabeza de un elefante enloquecido de melancolía. Contenía la ciudad varias calles anchas, todas muy parecidas, además de muchas calles estrechas que se parecían entre sí todavía más que las grandes; estaban habitadas por gentes que también se parecían entre sí, que entraban y salían de sus casas a idénticas horas, levantando en el suelo idénticos ruidos de pasos, que se encaminaban hacia idéntica ocupación y para las que cada día era idéntico al de ayer y al de mañana y cada año era una repetición del anterior y del siguiente.
DICKENS Charles. Tiempos difíciles. Editorial: Cátedra. Colección: Letras Universales. : Madrid, 1992.

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“En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata, las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante hedor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías cáusticas, los mataderos a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban sus dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro. Apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja. Tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente ni en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.
Y como es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París porque París era la mayor ciudad de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía en infernal, entre la Rue aux Fers y la Rue de la Ferronnierem o sea el Cimitiere des Inocents. Durante ochocientos años se había llevado allí a los muertos del hospital Hôtel Dieu y de las parroquias vecinas. Durante ochocientos años, carretas con docenas de cadáveres habían vaciado su carga día tras días en largas fosas, y durante ochocientos años se habían ido acumulando los huesos en osarios y sepulturas. Hasta que llegó un día, en vísperas de la Revolución Francesa, cuando algunas fosas rebosantes de cadáveres se hundieron y el olor pútrido del atestado cementerio incitó a los habitantes no sólo a protestar sino a organizar verdaderos tumultos, en que fue por fin cerrado ya abandonado después de amontonar los millones de esqueletos y cadáveres en las catacumbas de Montmartre. Una vez hecho esto, en el lugar del antiguo cementerio se erigió un mercado de víveres”
SUSKIND, Patrick. El perfume, historia de un asesino Seix Barral Barcelona  1999- 2006

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“La Revolución industrial inglesa fue precedida, por lo menos, por doscientos años de constante desarrollo económico (...).

Las principales condiciones previas para la industrialización ya estaban presentes en la Inglaterra del siglo XVIII o bien podían lograrse con facilidad (...).
Hacia 1750 es dudoso que se pudiera hablar con propiedad de un campesino propietario de la tierra en extensas zonas de Inglaterra y es cierto que ya no se podía hablar de agricultura de subsistencia (...). El país había acumulado y estaba acumulando un excedente lo bastante amplio como para permitir la necesaria inversión en un equipo no muy costoso, antes de los ferrocarriles, para la transformación económica. Buena parte de este excedente se concentraba en manos de quienes deseaban invertir en el progreso económico (...). Además Inglaterra poseía un extenso sector manufacturero altamente desarrollado y un aparato comercial todavía más desarrollado (...).
El transporte y las comunicaciones eran relativamente fáciles y baratos, ya que ningún punto del país dista mucho más de los 100 km. del mar, y aún menos de algunos canales navegables (...).
Esto no quiere decir que no surgieran obstáculos en el camino de la industrialización británica, sino sólo que fueron fáciles de superar a causa de que ya existían las condicione sociales y económicas fundamentales, porque el tipo de industrialización del siglo XVIII era comparativamente barato y sencillo, y porque el país era lo suficientemente rico y floreciente para que le afectaran ineficiencias que podían haber dado al traste con economías menos dispuestas.”
HOBSBAWM Eric J. INDUSTRIA E IMPERIO. Ed. Ariel - Barcelona. Capítulo 3 La revolucion industrial, 1780-1840

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“De las obras y establecimientos públicos para facilitar el comercio de la sociedad.

En primer lugar, de los que son necesarios para la mayor facilidad del comercio en general.
Que sostener aquellas obras públicas que facilitan el comercio de un país, como son los caminos reales, los puentes, los canales navegables, los puertos, etc, han de necesitar diferentes grados de coste y expensas según los distintos períodos de la sociedad, es tan evidente que no necesita demostración. Los gastos para abrir y sostener los caminos públicos de cualquier país no pueden menos de aumentarse con el producto anual progresivo de la tierra y del trabajo del propio país, o con el aumento de la cantidad de efectos que es necesario que se conduzcan y pasen por aquellos caminos. La fortaleza y solidez de un puente habrá de ser también proporcionada al número y peso de los carruajes que han de rodar regularmente sobre ellos. La profundidad y caudal de aguas para un canal navegable no pueden menos do corresponder al número y cabida de toneladas de los barcos que regularmente deben navegar por ellos, Y la extensión de un puerto al número de bajeles que han de fondear y abrigarse en él.
No aparece como indispensable que los gastos de obras semejantes, a lo menos para su conservación, deban obtenerse de lo público (...). La mayor parte de aquellas obras pueden mantenerse de modo que ellas mismas den de sí lo suficiente para su propio coste, sin imponer esta carga al ramo de aquellas rentas públicas.
Cuando los carruajes que pasan por los caminos reales y puentes, y los barcos que navegan por los canales pagan el impuesto de portazgo a proporción de su peso, cabina y toneladas, contribuyen para sostener aquellas obras con una exacta proporción al deterioro y daño que ocasionan. No parece posible hallar un método más equitativo de sostener las obras públicas. Además, este impuesto, aunque verdaderamente lo anticipa el conductor, viene a pagarlo en definitiva el consumidor de los géneros que aquél conduce, pues a él es necesario cargarle el coste en el precio de los bienes vendibles. Pero como los costes de la conducción se aminoran considerablemente por medio de aquellas obras públicas, los efectos no pueden menos de venderse más baratos de lo que se venderían si no existiesen aquéllas, a pesar del impuesto, porque éste nunca levanta tanto aquel género como lo baja la comodidad de la conducción, y de este modo la persona del consumidor, que paga el impuesto, gana más de lo que pierde con este sobreprecio. El desembolso es exactamente proporcionado a su ganancia, y no viene a ser otra cosa que ceder cierta parte de utilidad por sacar otra mayor, con lo cual es imposible imaginar sistema más equitativo de imponer una contribución.”
 SMITH .Adam.  La riqueza de las Naciones ALIANZA EDITORIAL Madrid 2002

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El algodón entonces era siempre entregado a domicilio, crudo como estaba en bala, a las mujeres de los hiladores, que lo escaldaban, lo repulían y dejaban a punto para la hilatura, y podían ganar ocho, diez o doce chelines a la semana, aun cocinando y atendiendo a la familia. Pero en la actualidad nadie está empleado así, porque el algodón es abierto por una máquina accionada a vapor, llamada el “diablo”; por lo que las mujeres de los hiladores están desocupadas, a menos que vayan a la fábrica durante todo el día por pocos chelines, cuatro o cinco a la semana, a la par que los muchachos. En otro tiempo, si un hombre no conseguía ponerse de acuerdo con el patrono, le plantaba; y podía hacerse aceptar en otra parte. Pero pocos años han cambiado el aspecto de las cosas. Han entrado en uso las máquinas de vapor y para adquirirlas y para construir edificios para contenerlas junto con seiscientos o setecientos brazos, se requieren grandes sumas de capitales. La fuerza-vapor produce un artículo más comerciable (aunque no mejor) que el que el pequeño maestro artesano era capaz de producir al mismo precio: la consecuencia fue la ruina de éste último, y el capitalista venido de la nada se gozó con su caída, porque era el único obstáculo existente entre él y el control absoluto de la mano de obra (...).” 
 CASTRONOVO  Valerio La revolución industrial. Nova Terra, Barcelona, 1975

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"En 1832, Elizabeth Bentley, que por entonces tenía 23 años, testificó ante un comité parlamentario inglés sobre su niñez en una fábrica de lino. Había comenzado a la edad de 6 años, trabajando desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde en temporada baja y de cinco de la mañana a nueve de la noche durante los seis meses de mayor actividad en la fábrica. Tenía un descanso de 40 minutos a mediodía, y ese era el único de la jornada. Trabajaba retirando de la máquina las bobinas llenas y reemplazándolas por otras vacías. Si se quedaba atrás, "era golpeada con una correa" y aseguró que siempre le pegaban a la que terminaba en último lugar. A los diez años la trasladaron al taller de cardado, donde el encargado usaba correas y cadenas para pegar a las niñas con el fin de que estuvieran atentas a su trabajo. Le preguntaron ¿se llegaba a pegar a las niñas tanto para dejarles marcas en la piel?, Y ella contestó "Sí, muchas veces se les hacían marcas negras, pero sus padres no se atrevían a ir a al encargado, por miedo a perder su trabajo". El trabajo en el taller de cardado le descoyuntó los huesos de los brazos y se quedó "considerablemente deformada... a consecuencias de este trabajo".
BONNI Anderson, Historia de las mujeres: una historia propia, volumen 2, Editorial Crítica, Barcelona, 1991, Pág. 287- 288

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La ciudad en la historia
Sus orígenes, transformaciones y perspectivas

Lewis Mumford



Capítulo XV. Paraíso Paleotécnico: Villa Carbón

1. Los comienzos de Villa Carbón

Hasta el siglo XIX hubo cierto equilibro entre las diversas actividades en el seno de la ciudad. Aunque el trabajo el comercio siempre fueron importantes, la religión, el arte y el juego reclamaban su parte cabal de las energías del hombre de ciudad. Pero la tendencia a concentrarse en las actividades económicas y a considerar un derroche el tiempo o el esfuerzo invertidos en otras funciones, por lo menos fuera del hogar, había progresado ininterrumpidamente desde el siglo XVI. Si el capitalismo tendía a extender el dominio del mercado y a convertir todas las partes de la ciudad en un producto negociable, el paso del artesanado urbano organizado a la producción fabril en gran escala transformó las ciudades industriales en oscuras colmenas que diligentemente resoplaban, rechinaban, chillaban y humeaban durante doce y catorce horas por día, a veces sin interrupción el día entero. La rutina esclavizadora de las minas, el trabajo en las cuales constituía un castigo intencional para delincuentes, se convirtió en el medio normal del nuevo trabajador industrial. Ninguna de estas ciudades prestó atención al viejo dicho: Villa Carbón se especializaba en la producción de chicos tontos.

Como testigos de la inmensa productividad de la máquina, los montones de escoria y los montones de basura alcanzaban proporciones de montañas, en tanto que los seres humanos, cuyo trabajo hacían posible estos logros, eran mutilados y muertos casi con tanta rapidez como lo hubieran sido en campos de batalla. La nueva ciudad industrial tenía muchas lecciones que enseñar; pero para el urbanista su principal lección estaba en lo que había que evitar. Como reacción contra las fechorías del industrialismo, los artistas y reformadores del siglo XIX llegaron finalmente a una mejor concepción de las necesidades humanas y de las posibilidades urbanas. En última instancia, la enfermedad estimuló los anticuerpos necesarios para curarla.

Los agentes generadores de la nueva ciudad fueron la mina, la fábrica y el ferrocarril. Pero su éxito en la empresa de desalojar todo concepto tradicional de ciudad se debió al hecho de que la solidaridad de las clases superiores se estaba rompiendo visiblemente: la corte se volvía supernumeraria e incluso la especulación capitalista pasaba del comercio a la explotación industrial, a fin de alcanzar las máximas posibilidades de engrandecimiento financiero. En todos los sectores los principios anteriores de educación aristocrática y cultura rural eran reemplazados por una devoción exclusiva al poder industrial y al éxito pecuniario, disfrazados a veces de democracia.

El sueño barroco de poder y de lujo tenía, por lo menos, conductos de salida humanos y objetivos humanos: los placeres concretos de la cacería, de la mesa y de la alcoba estaban siempre tentadoramente a la vista. La nueva concepción el destino humano, tal como la proyectaban los utilitarios, dejaba poco espacio hasta para los deleites sensuales; se basaba en una doctrina de esfuerzo productivo, avaricia consuntiva y negación fisiológica. Y asumió la forma de un desprecio global de las alegrías de la vida, análogo al exigido por la guerra durante un sitio. Los nuevos amos de la sociedad volvieron despectivamente sus espaldas al pasado y a todas las acumulaciones de la historia y se dedicaron a crear un futuro que, conforme con su propia teoría del progreso, sería igualmente despreciable una vez que, a su turno, pasara, y fuera entonces descartado en la misma falta de piedad.

Entre 1820 y 1900 la destrucción y el desorden en el seno de las grandes ciudades son como los reinantes en un campo de batalla, proporcionados al alcance mismo de sus equipos y del poderío de las fuerzas empleadas. En las nuevas provincias de la construcción urbana hay ahora que mantener los ojos puestos sobre los banqueros, los industriales y los inventores mecánicos. Ellos fueron responsables de casi todo lo que se hizo de bueno y de casi todo lo que se hizo de malo. A su propia imagen crearon un nuevo tipo de ciudad, el que Dickens, en Tiempos difíciles, llamó Coketown, o sea Villa Carbón. En mayor o menor grado, toda ciudad del mundo occidental quedó grabada con las características arquetípicas de Villa Carbón. El industrialismo, la principal fuerza creadora del siglo XIX, produjo el medio urbano más degradado que el mundo hubiera visto hasta entonces, pues hasta los barrios habitados por la clases dominantes estaban ensuciados y congestionados.

La base política de este nuevo tipo de colectividad urbana descansaba sobre tres pilares principales: la abolición de las corporaciones y la creación de un estado de inseguridad permanente para la clase trabajadora; el establecimiento de un mercado abierto competitivo para la mano de obra y para la venta de mercaderías; el mantenimiento de dependencias extranjeras como fuentes de materias primas, necesarias para las nuevas industrias y como mercados listos para absorber los excedentes de la industria mecanizada. Sus fundamentos económicos fueron la explotación de las minas de carbón, la producción muy aumentada de hierro y el uso de una fuente constante y segura —aunque sumamente ineficaz— de energía mecánica: la máquina de vapor.

En realidad, estos adelantos técnicos dependieron socialmente de la invención de nuevas formas de organización y administración corporativas. La sociedad por acciones, la sociedad de responsabilidad limitada, la delegación de la autoridad administrativa bajo propiedades divididas y el control del proceso mediante presupuesto y rendición de cuentas, eran todos ellos aspectos de una técnica política cooperativa cuyo éxito no se debió al genio de ningún individuo o grupo de individuos determinado. Esto es válido, asimismo, para lo que concierne a la organización mecánica de las fábricas, la cual aumentó considerablemente la eficacia de la producción. Pero la base de este sistema, dentro de la ideología de la época, era, según se pensaba, el individuo atómico; custodiar su propiedad, proteger sus derechos, asegurar su libertad de elección y su libertad de empresa era toda la obligación del gobierno.

Este mito del individuo sin trabas era, en realidad, la democratización de la concepción barroca del príncipe despótico; ahora, todo individuo emprendedor trataba de ser un déspota por derecho propio: un déspota emocional como el poeta romántico o bien un déspota práctico como el hombre de negocios. Todavía Adam Smith, en La Riqueza de las naciones,* partía de una teoría amplia de la sociedad política: tenía una concepción acertada de la base económica de la ciudad y una noción válida de las funciones económicas no lucrativas. Pero su interés dio lugar, en la práctica, al deseo agresivo de aumentar la riqueza de los individuos: este era todo el ser y el único fin de la nueva lucha por la existencia, afirmada por Malthus.

Tal vez el hecho más colosal en toda la transición urbana fue el desplazamiento de población que se produjo en todo el planeta. Y este movimiento y reasentamiento fue acompañado por otro hecho de importancia colosal: el portentoso aumento de la población. Este aumento influyó sobre países industrialmente atrasados, como Rusia, con una población predominantemente rural y una tasa elevada de nacimientos y defunciones, tanto como influyó sobre los países progresivos principalmente mecanizados y que ya no eran rurales. El aumento general de la población fue acompañado por la atracción hacia las ciudad del excedente y una enorme ampliación de la superficie de los centros mayores. La urbanización aumentó en proporción casi directa con la industrialización: en Inglaterra y Nueva Inglaterra resultó finalmente que más del ochenta por ciento de toda la población vivía en centros con más de veinticinco mil habitantes.

A las tierras recién abiertas del planeta, inicialmente colonizadas mediante campamentos militares, puestos de factoría, misiones religiosas y pequeñas poblaciones agrícolas llegó una verdadera inundación de inmigrantes procedentes de países que padecían opresión policía y pobreza económica. Este movimiento de la población y esta colonización de territorios asumió dos formas: la representada por los pioneros de la tierra y la representada por los pioneros de la industria. Los primeros cubrieron las regiones escasamente pobladas de América, Asia, Australia, Siberia y, ulteriormente, Manchuria; los segundos trasladaron el excedente que ellos mismos constituían a las nuevas aldeas y ciudades industriales. En la mayor parte de los casos llegaron en oleadas sucesivas.

La migración agrícola extendida contribuyó, a su vez, a introducir en el sistema europeo de agricultura los recursos de partes hasta entonces inexploradas del mundo, en especial toda una serie de nuevos cultivos vigorizados, como el maíz y la patata, y ese punzante elemento de descanso y ritual social que es la planta de tabaco. Además, la colonización de tierras tropicales y subtropicales agregó otro cultivo vigorizado que, por primera vez, llegaba a Europa en gran escala: la caña de azúcar.

Este enorme aumento en la provisión de alimentos fue lo que hizo posible el aumento de población. Y la colonización externa en nuevos territorios rurales contribuyó así a crear ese excedente de hombres, mujeres y niños que se canalizó hacia la colonización interna de las nuevas ciudades industriales y los emporios comerciales. Las aldeas llegaron a ser ciudades; las ciudades se convirtieron en metrópolis. El número de centros urbanos se multiplicó; el número de ciudades con poblaciones de más de quinientos mil habitantes también aumentó. Extraordinarios cambios de escala tuvieron lugar en las masas de los edificios y las superficies que cubrían: vastas estructuras se levantaron casi de la noche a la mañana. Los hombres construían con apresuramiento y apenas si tenían tiempo de arrepentirse de sus errores cuando ya estaban derribando sus estructuras iniciales para construir nuevamente, con el mismo descuido. Los recién llegados, niños o inmigrantes, no podían esperar que se construyeran nuevas viviendas: se hacinaban en lo primero que se les ofrecía. Fue un período de vasta improvisación urbana: pasaban todo el tiempo tapando agujeros.

Obsérvese que el rápido crecimiento de las ciudades no fue un fenómeno que se limitara al Nuevo Mundo. A decir verdad, el ritmo de crecimiento urbano fue más veloz en Alemania después de 1870, cuando la revolución paleotécnica estaba allí en pleno desarrollo, que en países nuevos como los Estados Unidos; y esto pese a que, en esta época, los Estados Unidos recibían constantemente inmigrantes. Aunque el siglo XIX fue el primer que rivalizó con los comienzos de la Edad Media, en materia de colonización en gran escala, las premisas que regían esta empresa eran mucho más primitivas que las del siglo XI. La colonización por comunidades, excepto en el caso de pequeños grupos idealistas de los cuales el que tuvo más éxito fue el de los mormones, ya no era la norma. Cada cual miraba por sí mismo; y se construyeron las ciudades:

Allí, en los nuevos centros industriales, se daba una oportunidad de construir con base firme y de comenzar de nuevo; una oportunidad como la que la democracia había reclamado para sí en el siglo XVIII en materia de gobierno político. Casi sin excepción se frustró esa oportunidad. En una época de progreso técnico, la ciudad, como unidad social y política, quedó fuera del círculo de las invenciones. Excepto en el caso de innovaciones como las cañerías maestras de gas o agua y el equipo sanitario, que fueron a menudo introducidas tardíamente, a menudo chapuceramente y siempre mal distribuidas, la ciudad industrial no pudo señalar ningún adelanto importante en comparación con la villa del siglo XVII. A decir verdad, las metrópolis más ricas y se privaban a menudo de requisitos elementales de la vida, como la luz y el aire, que hasta las aldeas atrasadas poseían aún. Hasta 1838, ni siquiera Manchester y Birmingham funcionaban políticamente como corporaciones municipales: eran amontonamientos de hombres, viveros de máquinas, y no agentes de asociación humana para promover una vida mejor.


2. Mecanización y Abbau

Antes de proceder a indagar cómo esta enorme inundación de gente halló cabida en las ciudades, examinemos los supuestos y las actitudes con que emprendió la nueva tarea de edificación urbana.

La filosofía de la vida predominante era un vástago de dos tipos de experiencia absolutamente diversos. El uno era el concepto riguroso de orden matemático procedente del renovado estudio de los movimientos de los cuerpos celestes, o sea, el modelo supremo de regularidad mecánica. El otro era el proceso físico de romper, pulverizar, calcinar y fundir, que los alquimistas, trabajando con los operarios de minas mecánicamente adelantados de fines de la Edad Media, habían transformado de un mero proceso mecánico en la rutina de la investigación científica. En la forma que lo formularon los nuevos filósofos de la naturaleza, no había lugar en este nuevo orden para organismos grupos sociales y menos aún para la personalidad humana. Ni modelos institucionales ni formas estéticas, ni historia ni mitos se derivan del análisis exterior del . Sólo la máquina podía presentar este orden; y sólo el capital industrial ostentaba una forma corporativa.

Tan inmersos estamos, todavía ahora, en el medio residual de las creencias paleotécnicas que no tenemos suficiente conciencia de su profunda anormalidad. Pocos somos los que valoramos debidamente la fantasía destructiva que la mina llevó a todos los campos de actividad, sancionando lo antivital y lo antiorgánico. Antes del siglo XIX, la mina sólo había sido, en términos cuantitativos, una parte subordinada de la vida industrial del hombre. A mediados de dicho siglo había llegado a estar en la base de todas sus partes. Y la difusión de la minería fue acompañada de una pérdida general de la forma a lo largo de la sociedad, de la degradación del paisaje y de una anarquización no menos brutal del medio comunal.

La agricultura crea un equilibrio entre la naturaleza salvaje y las necesidades sociales del hombre. Repone deliberadamente lo que el hombre sustrae de la tierra; siendo el campo arado, el huerto bien cuidado, el viñedo apretado, los vegetales, los cereales y las flores ejemplos de propósito disciplinado, de crecimiento ordenado y de belleza de forma. Por su parte, el proceso de la minería es destructivo: el producto inmediato de la mina es desorganizado e inorgánico; y lo que se saca una vez de la cantera o el pozo no puede ser reemplazado. Agréguese a esto que, en agricultura, la ocupación continua introduce mejoras acumulativas en el paisaje y una adaptación más delicada de éste a las necesidades humanas; en tanto que las minas, como norma, pasan de la abundancia al agotamiento y del agotamiento a su abandono, a menudo en unas pocas generaciones. Así, la minería presenta la imagen misma de la discontinuidad humana, hoy aquí y mañana ya no, estando ora febril de lucro, ora agotada y vacía.

A partir de la década de 1830, el ambiente de la mina, limitado antes al sitio original, fue universalizado mediante el ferrocarril. Adonde quiera fueran los rieles, la mina y sus escorias iban con ellos. En tanto que los canales de la fase eotécnica, con sus compuertas, puentes y puestos de peaje, con sus ciudades riberas y sus barcazas que se deslizaba, habían introducido un nuevo elemento de belleza en el paisaje rural, los ferrocarriles de la fase paleotécnica abrieron grandes brechas: los desmontes y terraplenes en su mayor parte permanecieron durante largo tiempo sin vegetación y no se curó la herida en la tierra. Las impetuosas locomotoras llevaron ruido, humo y cascajo al corazón de las ciudades; y más de un soberbio solar urbano, como Prince’s Gardens, en Edimburgo, fue profanado por la invasión del ferrocarril. Y las fábricas que crecieron a la vera de los desvíos del ferrocarril reflejaron el ambiente de desaliño del mismo. Si fue en la población minera donde el proceso característico del Abbau se vio en su mayor pureza, por medio del ferrocarril este proceso se extendió, hacia el tercer cuarto del siglo XIX, a casi todas las comunidades industriales.

El proceso de des-edificar, como señaló William Morton Wheeler, no es desconocido en el mundo de los organismos. Al des-edificar, una forma más avanzada de vida pierde su carácter complejo, determinando una evolución descendente, hacia organismos más simples y menos delicadamente integrados. observaba Wheeler,

Esto es exactamente válido para la sociedad del siglo XIX, y se evidenció con toda claridad en la organización de comunidades urbanas. Estaba teniendo lugar un proceso de edificación, con creciente diferenciación, integración y ajuste social de cada una de las partes en relación con el todo: una articulación en el seno de un medio que se ampliaba constantemente tenía lugar dentro de la fábrica y, a decir verdad, dentro del orden económico entero. Cadenas de alimentación y cadenas de producción complejas se estaban formando en todo el planeta: el hielo viajaba de Boston a Calcuta y el té hacía la travesía de la China a Irlanda, en tanto que máquinas, artículos de algodón y cuchillería procedentes de Birmingham y Manchester se abrían paso hasta los rincones más remotos de la tierra. Un servicio postal universal, la locomoción veloz y la comunicación casi instantánea, por el telégrafo y el cable, sincronizaba las actividades de vastas masas de hombres que hasta entonces habían carecido de los medios más rudimentarios para coordinar sus tareas. Esto fue acompañado por una constante diferenciación de oficios, sindicatos, organizaciones y asociaciones, que en su mayor parte constituían organismos autónomos, a menudo con personería jurídica. Este significativo desarrollo comunal estaba tapado por la teoría del individualismo atómico, entonces en boga, de modo que sólo rara vez alcanzó una estructura urbana.

Pero al mismo tiempo tenía lugar un proceso de Abbau o des-edificación, a menudo con un ritmo aún más rápido en otras partes del ambiente: se destruían bosques, se minaban los suelos, y fueron prácticamente aniquiladas las especies animales enteras, como el castor, el bisonte y la paloma silvestre, en tanto que el cachalote y la ballena era diezmados en forma alarmante. Con eso se rompió el equilibro natural de los organismos dentro de sus correspondientes regiones ecológicas, y un orden biológico más bajo y más simple —a veces marcado por la exterminación total de las formas predominantes de vida— sucedió a la implacable explotación de la naturaleza por el hombre occidental, en beneficio de su economía de lucro momentánea y socialmente limitada.

Como veremos, esta des-edificación tuvo lugar, sobre todo, en el medio urbano.


3. Los postulados del utilitarismo

En la medida en que hubo alguna regulación política consciente del crecimiento y del desarrollo de las ciudades durante el período paleotécnico, se la estableció en armonía con los postulados del utilitarismo. El más fundamental de estos postulados era una noción que los utilitarios habían tomado, aparentemente sin saberlo, de los teólogos: la creencia en que un divina providencia regía la actividad económica y aseguraba, siempre que el hombre no interviniera presuntuosamente, el máximo bien público, a través de los esfuerzos dispersos y espontáneos de cada individuo sólo interesado en lo suyo. El nombre no teológico de esta armonía preestablecida fue laissez faire.

Para entender el singular desorden de la ciudad industrial es necesario analizar los curiosos preconceptos metafísicos que dominaban tanto la vida científica como la práctica. era una expresión laudatoria de la época victoriana. Como en el período de la decadencia griega, el Azar había sido enaltecido a la condición de divinidad, una divinidad que —así se pensaba— no sólo tenía el control del destino humano sino también de todos los procesos naturales. , escribía el biólogo Ernst Haeckel, Siguiendo el procedimiento que atribuían a la naturaleza, el industrial y el funcionario municipal produjeron la nueva especie de ciudad, un amontonamiento maldito de hombres, desnaturalizado, que en vez de adaptarse a las necesidades de la vida se adaptaba a la mítica ; un ambiente cuyo mismo deterioro era prueba de la feroz intensidad de esa lucha. No había lugar para el urbanismo en el trazado de esas ciudades. El caos no necesita un plan.

No hace falta exponer ahora la justificación histórica de la reacción del laissez faire: fue una tentativa de traspasar la red de añejos privilegios, franquicias y reglamentaciones comerciales que el Estado absoluto había impuesto a la decadente estructura económica y a la menguante moralidad social de la ciudad medieval. Los nuevos empresarios tenían buenos motivos para desconfiar del espíritu público de un tribunal venal o de la eficacia social de las oficinas de circunloquio de la creciente burocracia impositiva. De aquí que los utilitarios procuraran reducir las funciones gubernamentales a un mínimo: deseaban tener libertad de acción al hacer sus inversiones, al levantar industrias, al comprar tierras y al tomar y despedir trabajadores. Por desgracia, resultó que la armonía preestablecida del orden económico era una superstición: la contienda por el poder seguía siendo una sórdida contienda y la competencia individual en pos de ganancias cada vez mayores indujo a los más afortunados a adoptar la práctica inescrupulosa del monopolio a expensas del público. Pero el designio no resultó.

En la práctica, la igualdad política que lentamente fue introduciéndose en las organizaciones constitucionales de Occidente, a partir de 1789, y la libertad de iniciativa que reclamaban los industriales, eran aspiraciones opuestas. Para alcanzar la igualdad política y la libertad personal hacían falta poderosas limitaciones económicas y restricciones políticas. En los países donde se llevó a cabo el experimento de la igualdad, sin tratar de rectificar anualmente los efectos de la ley de la renta, el resultado fue el entorpecimiento del propósito inicial. Por ejemplo, en los Estados Unidos, el libre otorgamiento de tierra a los colonos, con parcelas de 65 hectáreas, en virtud de la Ley de Heredad, no echó las bases de una organización política libre: en el lapso de una generación las propiedades desiguales de la tierra y los desiguales talentos de los usuarios dieron lugar a crasas desigualdades sociales. Sin la eliminación sistemática de las disparidades fundamentales que determinan el monopolio privado de la tierra, la herencia de grandes fortunas y el monopolio de patentes, el único efecto del liberalismo económico consistía en complementar las antiguas clases privilegiadas con una más.

La libertad que reclamaban los utilitarios era, en realidad, libertad para luchar sin trabas y para el engrandecimiento privado. Las ganancias y las rentas estarían limitadas únicamente por lo que el tráfico aguantara: quedaban fuera de cuestión las rentas decorosas acostumbradas y el precio justo. Sólo el hambre, la zozobra y la pobreza —comentó Townsend en su English Poor Laws al referirse a la legislación inglesa para pobres— podían inducir a las clases inferiores a aceptar los horrores del mar y los campos de batalla; y sólo esos mismos eficaces estímulos podían a ingresar como operarios en las fábricas. Los dominadores mantenían, empero, un frente clasista casi sin grieta cuando se trataba de cualquier problema que afectara a sus bolsillos, y nunca tuvieron escrúpulos en actuar colectivamente cuando se trataba de poner en su lugar a la clase trabajadora.

Esta fe teológica en una armonía preestablecida tuvo, sin embargo, un resultado importante en cuanto a la organización de la ciudad paleotécnica. Creó la convicción natural de que toda empresa debía ser dirigida por individuos privados, con un mínimo de intervención por parte de los gobiernos locales o nacionales. La ubicación de las fábricas, la construcción de viviendas para los trabajadores e incluso el abastecimiento de agua y la recolección de basuras eran tareas que debían estar exclusivamente a cargo de la empresa privada, en pos de su lucro privado. Se daba por sentado que la libre competencia escogería la ubicación adecuada, establecería la cronología adecuada para el desarrollo y crearía una pauta social coherente, a partir de mil esfuerzos inconexos. O, mejor dicho, no se consideraba que ninguna de esas necesidades mereciera una estimación racional y un logro deliberado.

Más aún que el absolutismo, el liberalismo económico destruyó el concepto de comunidad cooperativa y de plan común. ¿No esperaba acaso el utilitario que de un diseño racional surgieran del funcionamiento sin restricciones de fortuitos intereses privados en conflicto? Dando rienda suelta a la competencia sin restricciones, surgirían la razón y el orden cooperativo; a la verdad, el plan racional, al impedir ajustes automáticos, sólo podía —según se pensaba— oponerse a las acciones más altas de una divina providencia económica.

El hecho principal que conviene destacar ahora es que tales doctrinas minaron la poca autoridad municipal que subsistía y desacreditaron a la propia ciudad al no considerarla nada más que un —según la física de la época concebía erróneamente al universo— que momentáneamente permanecían reunidos por motivos egoístas de lucro individual. Ya en el siglo XVIII, antes de que la Revolución Francesa o la estuvieran consumadas, estaba de moda desacreditar a las autoridades municipales y mofarse de los intereses locales. En los Estados recién organizados, incluso en aquellos que se fundaban sobre principios republicanos, únicamente contaban para las esperanzas o los sueños de los hombres las cuestiones de importancia nacional, organizadas por partidos políticos.

El período de la Ilustración, según expresó en forma tajante W. H. Riehl, fue un período en que la gente suspiraba por la humanidad y no tenía corazón para su propio pueblo; en que filosofaban sobre el Estado y se olvidaban de la comunidad.

A la verdad, el crecimiento urbano había comenzado, por causas industriales y comerciales, ya antes de que la revolución paleotécnica estuviera del todo iniciada. En 1685 Manchester tenía aproximadamente 6.000 habitantes; en 1760, entre 30.000 y 45.000. Para la primera fecha Birmingham tenía 4.000 y casi 30.000 en 1760. En 1801, la población de Manchester era de 72.275 y en 1851 era de 303.382. Pero una vez que la concentración de fábricas promovió el crecimiento de las ciudades, el aumento de la población se hizo apabullante. Como el aumento producía extraordinarios oportunidades para lucrar, no había nada en las tradiciones vigentes de la sociedad que reprimiera este crecimiento; o, mejor dicho, había todo lo necesario para fomentarlo.

4. La técnica de la aglomeración

El centro industrial especializado se originó como una espora, escapándose de la ciudad medieval corporativa, ya en razón de la naturaleza de la industria —minería o fabricación de vidrio—, ya en razón de que las prácticas monopolistas de las corporaciones impedían que un nuevo oficio, como ser el tejido hecho con máquina, se asentara en ella. Pero ya en el siglo XVI también la industria manual se estaba difundiendo por los campos, en particular en Inglaterra, con objeto de sacar partido de la mano de obra rural, barata y sin protecciones. A tal punto se había desarrollado esta práctica que, en 1554, se promulgó una ley encaminada a poner coto a la decadencia de las ciudades corporativas, con la cual se prohibía que todo aquel que viviera en el campo vendiera su trabajo al menudeo, excepto en las ferias.

En el siglo XVII, aún antes de la mecanización del hilado y el tejido, las industrias pañeras inglesas estaban dispersas en Shropshire y Worcestershire, hallándose empleadores y obreros dispersos en aldeas y ciudades de mercado. No sólo ocurría que estas industrias eludían las reglamentaciones de las ciudades, pues eludían también el pago de las costosas matrículas de aprendizaje y de las cuotas de beneficencia de las corporaciones. Sin salario establecido, sin seguridad social, el trabajador, como lo destacó Adam Smith, estaba bajo la disciplina del hambre, temeroso de perder su ocupación, escribe,
El uso creciente de la energía hidráulica en la producción incitó a trasladarse a las tierras altas, donde se contaba con fuentes de agua, representadas por pequeños y rápidos arroyos o por ríos con cascadas. Por esto la industria textil tendió a extenderse por los valles de Yorkshire o, después, a lo largo de Connecticut y el Merrimac, en Nueva Inglatera; y como el número de sitios favorables en cada trecho era limitado, conjuntamente con la mecanización aparecieron plantas relativamente grandes, con fábricas de cuatro o cinco pisos de altura. Una combinación de tierra rural barata, una población dócil y disciplinada por el hambre, y una fuente suficiente de energía constante cubría las necesidades de las nuevas industrias.

Pero pasaron casi dos siglos enteros, desde el siglo XVI hasta el siglo XVIII, ante de que todos los agentes de la aglomeración industrial estuvieran desarrollados en igual grado. Antes de esto, las ventajas comerciales de la ciudad corporativa contrapesaban las ventajas industriales de la energía y la mano de obra baratas que ofrecía la aldea fabril. Hasta el siglo XIX la industria permaneció descentralizada, en pequeños talleres, a la escala de la agricultura; en comunidades como Sudbury y villas rurales como Worcester, en Inglaterra.

En términos humanos, algunas de las peores características del sistema fabril, las horas largas, el trabajo monótono, los salarios bajos y el abuso sistemático del trabajo infantil, se habían establecido bajo la organización eotécnica descentralizada de la producción. La explotación empezaba en casa. Pero la energía hidráulica y el transporte por los canales no causaban mayormente daño al paisaje; y la minería y la fundición, en tanto que permanecieron en pequeña escala y esparcidas, causaron heridas que se curaban fácilmente. Hoy mismo, en el bosque de Dean, cerca de Severn, donde las antiguas prácticas de la quema de madera para hacer carbón se mezclan con las de la minería en pequeña escala, las aldeas mineras son más decorosas que en zonas más , y tanto las minas como los montones de escoria quedan fácilmente ocultos por los árboles o casi borrados por otras formas de vegetación. Lo que produjo algunos de los más horrorosos efectos urbanos fue el cambio de escala, el apiñamiento ilimitado de poblaciones e industrias.

La utilización de la máquina de vapor de Walt como generadora de energía cambió todo esto; en particular, modificó la escala e izo posible una concentración mucho más densa de industrias así como de trabajadores, en tanto que apartaba más al propio trabajador de esa base rural que le daba al habitante del cottage una fuente complementaria de víveres y cierto toque de independencia. El nuevo combustible aumentó la importancia de las minas de carbón y fomentó la industria allí o en lugares accesibles por canales o vías férreas.

El vapor trabajaba con más eficacia en grandes unidades concentradas, al no estar las diversas partes de la fábrica a más de medio kilómetro del centro enérgético: cada máquina de hilar o cada telar tenía que sacar energía de las correas y los ejes de transmisión accionados por la máquina de vapor central. Cuanto más unidades había en un punto determinado, más eficaz resultaba la fuente de energía y de aquí la tendencia al gigantismo. Las grandes fábricas, como las que se desarrollaron en Manchester y New Hampshire a partir de la década de 1820 —reiteradas en New Bedford y Fall River—, podían utilizar los instrumentos más nuevos para la producción de energía, en tanto que las fábricas más pequeñas se hallaban en una situación de desventaja. Una sola fábrica podría emplear doscientos cincuenta operarios. Una docena de fábricas de estas dimensiones, con todos los instrumentos y servicios necesarios, constituía ya el núcleo de una población considerable.

En sus intentos por producir artículos hechos a máquina, a bajos precios para el consumo en el mercado mundial, los fabricantes reducían los gastos a cada paso, a fin de aumentar las ganancias. Los salarios de los obreros representaban el punto más obvio para dar comienzo a esta poda. En el siglo XVIII, como observó Robert Owen, hasta los fabricantes más esclarecidos hacían inhumanamente uso de la mano de obra infantil e indigente; pero cuando se reglamentó legalmente la edad de los niños trabajadores y disminuyó su suministro se hizo necesario recurrir a otras fuentes. A fin de contar con el excedente necesario de trabajadores que permitiera satisfacer la mayor demanda, en los períodos más activos, era importante para la industria establecerse en las proximidades de un gran centro de población, ya que en una aldea rural el mantenimiento de los desocupados podía recaer directamente sobre el propio fabricante, quien, a menudo, era el propietario de los cottages y bien podría, durante una paralización de la actividad fabril, perderse sus alquileres.

El ritmo maníacodepresivo del mercado, con sus arrebatos e interrupciones, fue el que dio tanta importancia para la industria al gran centro urbano. Porque al recurrir, según las necesidades, a un filón de mano de obra excedente, que se empleaba a intervalos, los nuevos capitalistas conseguían rebajar los sueldos y satisfacer toda demanda súbita de mayor producción. En otras palabras, el tamaño ocupó el lugar de un mercado de mano de obra eficazmente organizado, con normas sindicales para los jornales y bolsas públicas de trabajo. La aglomeración topográfica fue el sustituto de un modo de producción bien calculado y humanamente regulado, como el que se viene desarrollando en el último medio siglo.

Si la fábrica movida por el vapor y productora para el mercado mundial fue el primer factor que tendía a aumentar la superficie de congestión urbana, después de 1830 el nuevo sistema de transporte ferroviario contribuyó, por otra parte, considerablemente a ella.

La energía estaba concentrada en las minas de carbón. Allí donde se podía extraer carbón u obtenerlo mediante medios baratos de transporte, la industria estaba en condiciones de producir regularmente durante todo el año sin paros causados por falta de energía, debido a la estación. En un sistema de negocios basado en contratos y pagos a fecha fija, esta regularidad resultaba sumamente importante. De este modo el carbón y el hierro ejercían una fuerza de gravitación sobre muchas industrias auxiliares y secundarias; primeramente, a través de los canales y, después de 1830, a través de los nuevos ferrocarriles. La conexión directa con las zonas mineras constituía una condición primordial para la concentración urbana. Hasta nuestros propios días el principal artículo de consumo transportado por los ferrocarriles ha sido el carbón para calefacción y energía.

Los caminos de tierra, los barcos de vela y la tracción a sangre del sistema eotécnico de transportes favorecieron la dispersión de la población: dentro de una región habría muchos puntos igualmente ventajosos. Pero la relativa debilidad de la locomotora de vapor, que no podía ascender fácilmente cuestas con pendientes mayores del dos por ciento, tendió a concentrar los nuevos centros industriales en los yacimientos carboníferos y en los valles de conexión: el distrito de Lille en Francia, los distritos de Merseburg y Ruhr en Alemania, el Black Country de Inglaterra, la región Allegheny-Great Lakes y la llanura costera del este en los Estados Unidos.

Así, el crecimiento de la población presentó dos rasgos característicos durante el régimen palotécnico: una concentración general en las regiones carboníferas, donde florecieron las nuevas industrias pesadas, la minería del hierro y el carbón, las fundiciones, las cuchillerías, la producción de ferretería, la fabricación de vidrio y la construcción de máquinas. Y, por otra parte, un aumento algo derivativo de la densidad de la población a lo largo de las nuevas vías férreas, con una notoria coagulación en los centros industriales situados a lo largo de las grandes líneas troncales y una segunda acumulación en las principales poblaciones de confluencia y terminales de exportación. Con esto coincidió una disminución de población y de actividades en el interior del país: el cierre de minas, canteras y hornos locales y el uso decreciente de carreteras, canales, fábricas pequeñas y molinos locales.
La mayor parte de las primeras grandes capitales políticas y comerciales, por lo menos en los países del Norte, participaron de este crecimiento. Sucedía que no sólo ocupaban por lo común posiciones geográficas estratégicas, sino que también contaban con recursos especiales de explotación debido a su intimidad con los agentes del poder político y a través de los bancos centrales y las bolsas que controlaban la circulación de las inversiones. Además, contaban con otra ventaja: durante siglos habían ido congregando una vasta reserva de miserables en el margen de subsistencia, o sea lo que, con eufemismo, se llamaría el mercado de mano de obra. El hecho de que casi todas las grandes capitales nacionales se convirtieron ipso facto en grandes centros industriales contribuyó a dar más impulso a la política de engrandecimiento y congestión de la ciudad.


5. Fábricas, ferrocarriles y tugurios

Los principales elementos integrantes del nuevo complejo urbano fueron la fábrica, el ferrocarril y el tugurio. Por sí solos constituían la ciudad industrial, expresión esta que simplemente sirve para describir el hecho de que más de dos mil personas estaban congregadas en un punto que podía designarse con un nombre propio. Estos coágulos urbanos podían dilatarse cien veces, cosa que sucedió, sin adquirir más que una sombra de las instituciones que caracterizan a la ciudad en el sentido sociológico maduro, es decir, un lugar donde está concentrado el legado social y el que las posibilidades de contacto e interrelación social continua elevan a un potencial más alto todas las actividades complejas de los hombres. Excepto en forma disminuidas y residuales, faltaban allí incluso los órganos característicos de la ciudad de la Edad de Piedra.

La fábrica se convirtió en el núcleo del nuevo organismo urbano. Todos los demás elementos de la vida estaban supeditados a ella. Incluso los servicios públicos, como, por ejemplo, la provisión de agua, y el mínimo de oficinas gubernamentales que era necesario para la existencia de una ciudad, se incorporaron a menudo tardíamente, a menos que hubieran sido establecidos por una generación anterior. Así, no sólo el arte y la religión eran considerados por los utilitarios como meras decoraciones; durante largo tiempo permaneció en la misma categoría la administración política inteligente. En el arrebato inicial de la explotación no se previó nada en materia de policía y protección contra incendios, inspección de servicios de agua y de alimentos, de atención hospitalaria o enseñanza.

Por lo común, la fábrica reclamaba los mejores lugares: en el caso de la industria del algodón, de las industrias químicas y de las industrias del hierro, generalmente los sitios próximos a una ribera; porque ahora se requerían grandes cantidades de agua en los procesos de producción, para abastecer las calderas de vapor, enfriar las superficies calientes y hacer las soluciones químicas y los tintes necesarios. Por sobre todo, el río o el canal desempeñaba aún otra función importante: constituía basural más barato y más conveniente para todas las formas de desperdicios solubles o flotantes. La transformación de los ríos en cloacas abiertas fue una hazaña característica de la nueva economía. Resultados: envenenamiento de la vida acuática, destrucción de alimentos, contaminación de las aguas en forma tal que no resultaban aptas para bañarse.

Durante generaciones enteras, los miembros de toda comunidad urbana se vieron obligados a pagar la sórdida conveniencia del fabricante, quien a menudo entregaba sus preciosos subproductos al río, por falta de conocimiento científico o de la destreza empírica necesaria para utilizarlos. Si el río era un basural líquido, grandes montañas de cenizas, escoria, basura, hierro herrumbrado e incluso desperdicios, bloqueaban el horizonte con su visión de materia inutilizable, abandonada en lugar inapropiado. La rapidez del consumo competía en parte con la rapidez de la producción, y antes de que se tornara lucrativa una política conservadora de utilización del metal de desecho, los residuos informes eran arrojados sobre a superficie del paisaje. En el Black Country de Inglaterra las enormes montañas de escoria todavía hoy se levantan como si fueran formaciones geológicas. Esas acumulaciones de residuos disminuyeron el espacio vital disponible, echaron una sombra sobre la tierra, y hasta hace poco presentaban el insoluble problema de su utilización o traslado.

Los testimonios que fundamentan esta descripción son abundantes; a decir verdad, todavía se los puede examinar ocularmente en las ciudades industriales más antiguas del mundo occidental, pese a los esfuerzos hercúleos que se han hecho para limpiar sus cercanías. No obstante, permítaseme citar a un observador de antaño, Hugh Miller, el autor de Old Red Sandstone, hombre en perfecta armonía con su época, pero que no era insensible a las cualidades reales del nuevo ambiente. Miller se refiere a Manchester, en 1862:

“arrojan carradas enteras de venenos procedentes de las tintorerías y blanquerías para que se los lleve; las calderas de vapor descargan en él su contenido hirviente y las cloacas y los desagües sus fétidas impurezas; hasta que al final sigue su curso —aquí entre altos muros sucios, allá bajo precipicios de arcilla roja—, siendo ahora mucho menos un río que una inundación de estiércol líquido.”

Obsérvese el efecto ambiental del de industrias que el nuevo régimen tendía a universalizar. Una sola chimenea de fábrica, un solo horno, un solo taller de tinturas, producían emanaciones que el paisaje circundante podía absorber fácilmente; en cambio, veinte de ellos, en una superficie reducida, contaminaban irremediablemente el aire o el agua. De modo que las industrias inevitablemente sucias se volvieron, a causa de la concentración urbana, mucho más temibles que antes, cuando existían en escala más reducida y estaban más dispersas por los campos. Al mismo tiempo, las industrias limpias, como ser la fabricación de mantas, que todavía continúa en Witney, en Inglaterra, en la que el blanqueamiento y el encogimiento se efectúan al aire libre, en campos deliciosos, conforme con los viejos métodos rurales se hicieron imposibles en los nuevos centros. En éstos el cloro reemplazó a la luz del sol, y al saludable trabajo al aire libre que acompañaba, a menudo, los procesos anteriores de fabricación, con cambios de escenario así como de procedimientos que podían renovar el espíritu del obrero, le sucedió la embrutecedora rutina de un trabajo efectuado dentro de un edificio inmundo, encerrado entre otros edificios igualmente sucios. No es posible medir estas pérdidas en meros términos pecuniarios. No podemos calcular de qué modo las ganancias en materia de producción compensaron el sacrificio brutal de la vida y de un ambiente vital.

En tanto que las fábricas estaban, por lo común, instaladas cerca de los ríos o de las líneas férreas paralelas a los ríos (excepto allí donde un terreno llano invitaba a la dispersión), no se ejerció autoridad alguna para concentrarlas en una zona determinada, para aislar las industrias más nocivas o ruidosas que hubieran debido estar situadas lejos de las viviendas, o para preservar para propósitos domésticos las zonas contiguas apropiadas. Por sí sola la determinaba la ubicación, sin que se considerara la posibilidad de un plan funcional; y el amontonamiento de las funciones industrial, comercial y doméstica prosiguió constantemente en las ciudades industriales.

En las regiones de topografía escabrosa, como ser los valles de la meseta de los Allegheny, podía producirse, en cierta medida, una distribución natural en zonas, ya que sólo los lechos de los ríos dejaban espacio suficiente para que se extendieran los grandes molinos; por más que esta distribución aseguraba que la cantidad máxima de emanaciones nocivas se desprendería esparciéndose por las viviendas en las laderas de arriba. En otro caso, las viviendas estaban situadas a menudo dentro de los espacios sobrantes entre las fábricas y los cobertizos y las estaciones del ferrocarril. Se consideraba una delicadeza afeminada prestar atención a problemas como los de la suciedad, el ruido y las vibraciones. Las casas para los obreros, y a menudo también las de la clase media, solían edificarse pegadas a una función de hierro, un establecimiento de tinturas, una fábrica de gas o un desmonte de ferrocarril. Bastante a menudo se las levantaba sobre tierras llenas de cenizas, vidrios rotos y desperdicios, en las que ni siquiera la hierba conseguía arraigar; también solían estar al borde de un vaciadero o de un enorme amontonamiento permanente de carbón y escoria: noche y día el hedor de los desperdicios, las lóbregas emanaciones de las chimeneas, el ruido de la maquinaria martillando o zumbando, acompañaban la rutina doméstica.

En este nuevo plan, la ciudad propiamente dicha estaba constituida por fragmentos en añicos de tierra, de extrañas formas y con calles y avenidas inconexas, que quedaban entre las fábricas, las vías férreas, las estaciones de carga y las montañas de desperdicios. En lugar de alguna clase de reglamentación o plan municipal, de carácter general, se dejaba a cargo del ferrocarril la definición del carácter y la determinación de los límites de la ciudad. Excepto en ciertas partes de Europa donde anticuadas reglamentaciones burocráticas mantuvieron por fortuna, las estaciones de ferrocarril en las afueras de la ciudad histórica, se permitió o, mejor dicho, se invitó al ferrocarril a zambullirse en el corazón mismo de la ciudad, creando así, en las más preciosas porciones centrales de la ciudad, una espesura de estaciones de carga y de cambio, solo justificables económicamente en campo abierto. Estas estaciones cortaron las arterias naturales de la ciudad y crearon una valla infranqueable entre vastos segmentos urbanos; a veces, como en el caso de Filadelfia, una auténtica muralla china.

Así, el ferrocarril no sólo introdujo en el corazón de la ciudad el ruido y el hollín, sino también las instalaciones industriales y las viviendas degradadas que eran las únicas que podían prosperar en el ambiente por él engendrado. Sólo la hipnosis ejercida por una nueva invención, en una época enamorada sin sentido crítico de las nuevas invenciones, pudo haber causado esta caprichosa inmolación bajo las ruedas del resoplante Juggernaut**. Todos los errores que podrían deslizarse en materia de diseño urbano fueron cometidos por los nuevos ingenieros de ferrocarriles, para quienes el movimiento de trenes era más importante que los objetivos humanos a los que estaba dirigido ese movimiento. La dilapidación de espacio en estaciones ferroviarias situadas en el corazón de la ciudad sólo sirvió para promover su más rápido ensanche exterior; y esto, a su vez, como producía más tránsito ferroviario, dio la sanción complementaria del lucro a las fechorías que así se cometían.

A tal punto se había difundido la degradación del ambiente, a tal punto se habían habituado a esto los pobladores de las grandes ciudades en el curso de un siglo, que hasta las clases más ricas, que teóricamente podrían proporcionarse lo mejor, hasta el día de hoy aceptan indiferentemente lo peor. Por lo que hace a la vivienda, las alternativas eran sencillas. En las ciudades industriales que se desarrollaron sobre bases más antiguas, se acomodó a los obreros inicialmente en casas de familia convertidas en casas de vecindario. En estas casas reformadas, cada cuarto daría albergue a una familia entera: desde Dublín y Glasgow hasta Bombay, la norma de un cuarto por familia se mantuvo durante largo tiempo. El hacinamiento en los lechos —entre tres y ocho personas de diferentes edades dormían en un mismo jergón— agravaba a menudo el hacinamiento en esas pocilgas para seres humanos. A comienzos del siglo XIX, según cierto doctor Willan, quien escribió un libro sobre las enfermedades en Londres, se había producido un increíble estado de corrupción física entre los pobres. El otro tipo de vivienda que se brindaba a la clase trabajadora constituía, en lo fundamental una unificación de esas condiciones degradadas; pero tenía un defecto más, a saber, que los planos de las nuevas casas y los materiales de construcción no tenían por lo común nada del decoro original de las antiguas casas burguesas.

Tanto en las viejas como en las nuevas viviendas se alcanzó un grado tal de inmundicia como no se lo conoció, puede decirse, ni siquiera en la choza del siervo más abyecto de la Europa medieval. Resulta casi imposible enumerar objetivamente los detalles escuetos de este modo de alojamiento sin que recaiga sobre uno la sospecha de que exagera por malignidad. Pero quienes hablan con facundia de mejoras urbanas durante ese período o bien del supuesto ascenso del nivel de vida, rehuyen los hechos concretos: generosamente atribuyen a la ciudad, en conjunto, los beneficios que sólo gozó la minoría más favorecida de la clase media, y encuentran en las condiciones originales esas mejoras que tres generaciones de activa legislación y una ingeniería sanitaria generalizada han creado finalmente.

En Inglaterra, ante todo, millares de nuevas viviendas para obreros, en ciudades como Birmingham y Bradford, estaban edificadas fondo con fondo (muchas de ellas existen todavía). Por lo tanto, de cada cuatro cuartos, en cada piso, dos carecían de luz o ventilación directa. No había espacios abiertos, excepto los escuetos pasajes entre estas hileras dobles. En tanto que en el siglo XVI constituía un delito, en muchas ciudades inglesas, arrojar basura a la calle, en estas primeras ciudades industriales era éste el método corriente para librarse de ella. La basura quedaba en la calle, por inmunda que fuera. Naturalmente, éste no faltaba en los nuevos barrios congestionados de la ciudad. Los retretes, de una suciedad indescriptible, estaban por lo común en los sótanos; también era cosa corriente tener pocilgas de cerdos debajo de las casas y los cerdos vagaban por las calle nuevamente, como no lo habían hecho en las ciudades grandes desde hacía siglos. Había incluso una deplorable escasez de retretes: el Report on the State of Large Towns and Populous Districts (1845) señala que:

Incluso con proyectos de un nivel tan bajo, incluso con anexos tan inmundos, en muchas ciudades no se edificaba el número suficiente de casas; y entonces reinaban condiciones mucho peores. Los sótanos se usaban como viviendas. En Liverpool, la sexta parte de la población vivía en y la mayoría de las restantes ciudades portuarias no se quedaban muy atrás; Londres y Nueva York rivalizaban de cerca con Liverpool; incluso en la década de 1930 había en Londres 20.000 viviendas subterráneas, calificadas, desde el punto de vista médico, como inadecuadas para ser ocupadas por seres humanos. Esta suciedad y esta congestión, malas en sí mismas, acarraeaban otras pestes: las ratas que transmitían la peste bubónica, las chinches que infestaban las camas y hacían un tormento del sueño, las pulgas que difundían el tifus, las moscas que visitaban por igual la letrina en el sótano y la comida del bebé. Además, la combinación de cuartos sombríos y paredes húmedas constituían un medio casi ideal para el cultivo de bacterias, sobre todo considerando que los cuartos repletos de gente proporcionaban las posibilidades máximas de transmisión a través del aliento y el tacto.

Si la carencia de cañerías y de obras sanitarias municipales creaba espantosos hedores en estos nuevos sectores urbanos, y si la diseminación de excrementos conjuntamente con la contaminación de los pozos locales, significaba una difusión correlativa de la tifoidea, la carencia de agua resultaba aún más siniestra. Eliminaba la posibilidad misma de limpieza doméstica o de higiene personal. En las grandes capitales, donde aún subsistían algunas de las antiguas tradiciones municipales, en muchas zonas nuevas no se adoptaron las medidas necesarias para la provisión de agua. En 1809, cuando la población de Londres era aproximadamente de un millón de habitantes, sólo se disponía de agua, en la mayor parte de la ciudad, en los sótanos de las casas. En algunos barrios sólo se podía abrir el agua tres veces por semana. Y si bien las cañerías de hierro hicieron su aparición en 1746, su uso fue limitado hasta que una ley especial exigió en Inglaterra, en 1817, que todas las nuevas cañerías maestras fueran de hierro, en el plazo de diez años.

En las nuevas ciudades industriales brillaban por su ausencia las tradiciones más elementales de servicio municipal. A veces barrios enteros carecían hasta de agua de pozos locales. De vez en cuando los pobres iban de casa en casa, por los barrios de la clase media, mendigando agua, del mismo modo que podían mendigar un poco de pan durante una hambruna. Con semejante falta de agua para beber y para lavarse, no ha de extrañar que la suciedad se acumulara. A pesar de su suciedad, los desagües abiertos representaban cierta abundancia municipal, por comparación. Y si este era el trato dado a la familias, no es muy necesario recurrir a los documentos para averiguar cómo lo pasaba el trabajador ocasional. Casas abandonadas, de títulos inciertos, eran utilizadas como casas de pensión, en las que en un solo cuarto se apiñaban entre quince y veinte personas. En Manchester, según las estadísticas policiales de 1841, había unas 109 casas de pensión, donde personas de ambos sexos dormían entremezcladas; y había 91 casas de refugio de mendigos.

Esta degradación de la vivienda era poco menos que universal entre los trabajadores, una vez que el nuevo régimen industrial quedó cabalmente establecido en las nuevas ciudades industriales. A veces, las condiciones locales permitían evitar la extrema suciedad que acabo de describir; por ejemplo, las viviendas de los obreros molineros en Manchester, New Hampshire, eran muy superiores, por sus características; y en las villas industriales más rurales de los Estados Unidos, en especial en el medio Oeste, había por lo menos un poco de holgura en las habitaciones de los obreros, a quienes les quedaba también algún espacio para jardines. Pero, en cualquier punto que se considere, la diferencia sólo era de grado; el había empeorado categóricamente.

No sólo ocurría que las nuevas ciudades eran en conjunto tristes y feas, con ambientes hostiles a la vida humana hasta en su nivel fisiológico más elemental, sino que también el hacinamiento standard de los pobres se repetía en las viviendas de la clase media y en los cuarteles de los soldados, es decir, entre las clases a las que no se estaba explotando directamente para lucrar. La señora Peel cita el caso de una suntuosa mansión del período victoriano medio en la que tanto la cocina como la despensa, la sala del servicio, el cuarto del ama de llaves y los dormitorios del mayordomo y los lacayos estaban situados en el sótano: dos cuartos al frente y dos cuartos en la parte posterior daban a un profundo sótano al fondo; todos los demás estaban
A juzgar por la oratoria popular, el margen de estos defectos fue escaso y, de cualquier modo, se los eliminó en el transcurso del siglo pasado, a través del avance incesante de la ciencia y el humanitarismo. Por desgracia, los oradores populares —e incluso historiadores y economistas que, teóricamente, se ocupan del mismo conjunto de hechos— no se han formado el hábito de estudiar directamente el ambiente; a esto se debe que ignoren la existencia de coágulos de degradada vivienda paleotécnica que subsisten hoy casi sin modificación alguna, en el mundo occidental, incluyendo casas que están espalda contra espalda, vecindarios con patios sin ventilación y alojamientos en subsuelos. Entre estos coágulos no sólo se cuenta la mayor parte de las viviendas para trabajadores edificada antes de 1900; abarcan una gran parte de lo que se ha construido después, si bien la edificación más reciente evidencia mejoras en materia sanitaria. La masa subsistente de viviendas construidas entre 1830 y 1910 no representaba ni siquiera las normas higiénicas de esos días, y estaba muy por debajo de un nivel establecido con arreglo al actual conocimiento en materia de salubridad, higiene y cuidado de los niños, para no hablar de la felicidad doméstica.

Sí, estas mordaces palabras de Patrick Geddes se aplican inexorablemente al nuevo ambiente. Hasta los críticos coetáneos más revolucionarios carecían de normas auténticas en lo tocante a edificación y vivienda: no tenían noción alguna de hasta qué punto el ambiente de las mismas clases superiores se había empobrecido. Así, Friecrich Engels, con objeto de promover el resentimiento necesario para la revolución, no sólo se oponía a todas las medidas destinadas a proporcionar mejores viviendas a los miembros de la clase obrera; al parecer, Engels consideraba que, llegado el momento, el proletariado solucionaría el problema apoderándose de las espaciosas residencias de la burguesía. Semejante noción era cualitativamente inadecuada y cuantitativamente ridícula. En términos sociales, se limitaba a instar, como si se tratara de una medida revolucionaria, a proseguir el mezquino proceso que concretamente se había cumplido ya en las ciudades más antiguas, a medida que las clases más pudientes dejaban sus moradas originales y las dividían para que las ocuparan los miembros de la clase obrera. Pero, por sobre todo, la sugerencia era ingenua porque no advertía que las normas a la que se ajustaban incluso las residencias nuevas más pretenciosas estaban a menudo de las que eran convenientes para la vida humana, en cualquier nivel económico.

En otras palabras, ni siquiera este crítico revolucionario tuvo evidentemente conciencia de que las residencias de las clases altas eran, lo más a menudo, intolerables supertugurios. La necesidad de aumentar la cantidad de viviendas, de dilatar el espacio, de multiplicar los equipos y de establecer instalaciones comunales era mucho más revolucionaria por sus exigencias, que una trivial expropiación de las residencias ocupadas por los ricos. Esta última noción no constituía nada más que un gesto impotente de venganza, en tanto que la primera exigía una cabal reconstrucción del medio social entero; una reconstrucción al borde la cual parecería estar el mundo actual, si bien incluso países adelantados, como Inglaterra, Suecia y los Países Bajos no han discernido todavía todas las dimensiones de esta transformación urbana.


6. Casas de mala reputación

Pasemos a observar más de cerca estas nuevas casas para la clase trabajadora. Cada país, cada región, cada grupo de población, tenía su propio modelo específico: las altas casas de vecindario en Glasgow, Edimburgo, París, Berlín, Hamburgo y Génova; edificios de dos pisos, con cuatro, cinco y a veces seis cuartos en Londres, Brooklyn, Filadelfia y Chicago; vastas construcciones de madera —sin medios adecuados de escape en caso de incendio— en Nueva Inglaterra, por fortuna bendecidas con pórticos abiertos; o bien angostas casa de ladrillo en hileras, que todavía se aferraban a un viejo modelo georgiano de casas en hileras, en Baltimore.

Pero en materia de viviendas para la clase obrera se dan algunas características comunes. En una manzana tras otra se repite la misma formación: ahí están las mismas calles sombrías, las mismas callejuelas repletas de basura, la misma falta de espacios abiertos para que jueguen los niños y para cultivar jardines, la misma falta de coherencia e individualidad para el vecindario local. Las ventanas son, por lo común, angostas; la luz en el interior es insuficiente; no se hace esfuerzo alguno por orientar el trazado de la calle en relación con la luz del sol y los vientos. La penosa limpieza grisácea de los barrios más respetables, donde viven los artesanos o empleados de oficina mejor pagados, tal vez en una hilera, tal vez en casitas semi-independientes, con un pañuelito sucio de hierba al frente de ellas o bien un árbol en un estrecho patio al fondo, es casi tan deprimente esta respetabilidad como el desaliño declarado de los barrios más pobres; a decir verdad, más deprimente todavía, pues en estos últimos hay, al menos, un toque de color y de vida, un espectáculo de títeres en la calle, la charla de los puestos de mercado, la ruidosa camaradería de la taberna o el bistro; en suma, la vida más pública y amistosa que se vive en las calles más pobres.

La era de las invenciones y de la producción en masa apenas si rozó la casa del obrero o sus servicios hasta fines del siglo XIX. Primero aparecieron las cañerías de hierro, luego el inodoro perfeccionado, con el tiempo la luz de gas y la esfufa de gas, la bañera fija con cañerías de agua instaladas y desagüe, un sistema colectivo de cloacas. Todos estos perfeccionamientos se pusieron lentamente al alcance de los grupos económicos medios y superiores, después de 1830; una generación después de su introducción, se habían convertido en necesidades para la clase media. Pero en ningún momento, durante la fase paleotécnica, llegaron estos perfeccionamientos a la gran masa de la población. El problema que se le planteaba al constructor era el de cómo alcanzar un mínimo de decoro estas nuevas instalaciones que eran costosas.

Este problema siguió siendo soluble únicamente en términos de un medio rural primitivo. Así, la división original de Muncie, en Indiana, de del estudio analítico de Robert Lynd, tenía ocho casas por manzana, cada una de un lote de dieciocho metros y medio de ancho por treinta y siete metros y medio de largo. Sin lugar a dudas, esto representaba mejores condiciones para los trabajadores más pobres que las que aparecieron después, cuando el aumento del precio de la tierra congestionó las casas y redujo el espacio para jardín así como el espacio para juegos, en tanto que una de cada cuatro casas carecía todavía de agua corriente. En general, la congestión de la ciudad industrial aumentó las dificultades para el logro de buenas viviendas y aumentó el costo para solucionar esas dificultades.

En cuanto al mobiliario de los interiores, la descripción que hace Gaskell de la vivienda de la clase obrera en Inglaterra se refiere al nivel más bajo; pero la sordidez continuó, a pesar de mejoras secundarias, en el siglo siguiente. Los efectos de la pobreza pecuniaria se agravaban, en realidad, debido a una pérdida general del gusto, que acentuaba el empobrecimiento del ambiente al brindar espantosos papeles para empapelar, adornitos prostibularios, oleografías enmarcadas y muebles derivados de los peores ejemplos del sofocante gusto de la clase media: la hez de las heces.

Un amigo mío me cuenta que en una ocasión vio en la China a un minero, tiznado y encorvado por el trabajo, que acariciaba tiernamente un trozo de espuela de caballero, mientras caminaba por la carretera; pero en el mundo occidental, hasta llegar al siglo XX, cuando el lote de jardín empezó a tener su efecto benéfico, hasta el instinto de la forma vital fresca estaba destinado a nutrirse de las deliberadas monstruosidades que los fabricantes ofrecían a los miembros de la clase trabajadora so pretexto de moda y de arte. Incluso las reliquias religiosas, en las comunidades católicas, llegaron a un nivel estético tan bajo como para constituir poco menos que una profanación. Con el tiempo, el gusto por la fealdad arraigó: el trabajador no estaba dispuesto a trasladarse de su antigua morada a menos que pudiera llevarse consigo un poco de la suciedad, la confusión, el ruido y el hacinamiento con los que estaba familiarizado. Cada medida que se adoptaba para crear un ambiente mejor tropezaba con esa resistencia, lo cual constituyó un verdadero obstáculo para la descentralización.

Unas cuantas casas como éstas, unas cuantas caídas como éstas en la suciedad y la fealdad, habría constituido un borrón; pero tal vez todos los períodos podrían presentar cierto número de casas con estas características generales. Ahora, en cambio, barrios y ciudades enteros, hectáreas, kilómetros cuadrados y provincias estaban repletos de semejantes viviendas que se burlaban de cada alarde de éxito material que se atribuía al. En estos nuevos viveros se creó una raza de seres defectuosos. La pobreza y el ambiente de pobreza produjeron modificaciones orgánicas: el raquitismo en los niños, debido a la falta de luz solar, deformaciones de la estructura ósea y los órganos, defectuoso funcionamiento de las glándulas endocrinas debido a una alimentación detestable, enfermedades de la piel por falta de la higiene elemental del agua, viruela, tifoidea, escarlatina, amigdalitis, debidas a la suciedad y los excrementos, tuberculosis, fomentada por una combinación de mala alimentación, falta de sol y hacinamiento en la vivienda, para no hablar de las enfermedades profesionales, también en parte ambientales.

El cloro, el amoníaco, el monóxido de carbono, el ácido fosfórico, el flúor y el metano, para no agregar una larga lista de unos doscientos productos químicos causantes de cáncer, invadían la atmósfera y minaban la vitalidad, a menudo en estancadas concentraciones letales, aumentando la gravitación de la bronquitis y la neumonía, causando gran cantidad de muertes. Llegó el momento en que el sargento reclutador ya no pudo utilizar a los productos de semejante régimen ni siquiera como carne de cañón; y el descubrimiento médico del mal trato dado por Inglaterra a sus obreros, durante la guerra de los Boers y la primera Guerra Mundial, contribuyó quizá tanto como cualquier otro factor a promover el mejoramiento de la vivienda en ese país.

Los resultados escuetos de todas estas condiciones pueden seguirse en las tablas de mortalidad correspondientes a los adultos, en las tasas de enfermedad de trabajadores urbanos en comparación con los trabajadores agrícolas, en las posibilidades de vida de que gozaban las diversas clases laborales. Por sobre todo, tal vez el barómetro más sensible de la eficacia del medio social en relación con la vida humana está representado por la tasa de mortalidad infantil.

Siempre que se hacía una comparación entre campo y ciudad, entre viviendas de clase media y viviendas pobres, entre distritos de poca densidad y distritos de gran densidad, la tasa más elevada de enfermedades y muertes correspondía, por lo común, al segundo grupo. Si los otros factores hubieran permanecido iguales, la urbanización por sí sola habría bastado para reducir, en parte, las ganancias potenciales en vitalidad. Los trabajadores agrícolas, por más que subsistieron a todo lo largo del siglo XIX, en Inglaterra, como una clase en desventaja, evidenciaron —y evidencian aún— una posibilidad de vida mucho mayor que la de los escalones más elevados de los trabajadores mecánicos de la ciudad, incluso después de la introducción de la salubridad municipal y la atención médica.

A decir verdad, sólo por la continua afluencia de nueva vida procedente del campo pudieron sobrevivir las ciudades, tan hostiles a la vida. Las nuevas ciudades fueron creadas, en conjunto, por inmigrantes. En 1851, entre 3.336.000 personas de más de veinte años que residían en Londres y otras 61 ciudades inglesas y galesas, sólo 1.377.000 eran nacidas en su ciudad de residencia.

Si se considera la tasa de mortalidad infantil, la comprobación resulta aún más penosa. En la ciudad de Nueva York, por ejemplo, la tasa de mortalidad infantil en 1810 osciló entre 120 y 145 por cada millar de niños dados a luz con vida; ascendió a 180 por mil en 1850, a 220 en 1860 y a 240 en 1870. Este proceso fue acompañado por una constante depresión en las condiciones de vida, ya que, después de 1835, se difundió el hacinamiento en las casas de vecindario recién construidas. Estos cálculos recientes corroboran lo que ya se sabe sobre la tasa de mortalidad infantil en Inglaterra, durante el mismo período: allí el aumento tuvo lugar después de 1820 y correspondió principalmente a las ciudades. Hay, sin duda, otros factores que también son responsables de estas tendencias retrógradas; pero, como expresión del complejo social íntegro, de la higiene, de la dieta, de las condiciones de trabajo, de los salarios, del cuidado de los niños y de la educación, las nuevas ciudades desempeñaron un papel importante para llegar a estos resultados.

Han abundado las congratulaciones injustificadas por los adelantos en materia de higiene urbana durante el industrialismo, porque quienes creían que el progreso se produjo automáticamente en todas las esferas de la vida, durante el siglo XIX, se negaban a aceptar los duros hechos. No se dedicaron a hacer estudios comparados entre la ciudad y el campo, entre lo mecanizado y lo no mecanizado; y contribuyeron aún más a crear confusión mediante el uso de rudimentarias tablas de mortalidad, sin las debidas correcciones en lo tocante a grupos por edades y por sexos, con lo cual pudieron pasar por alto hechos, como la mayor densidad de los adultos en las ciudades y la mayor cantidad de niños y ancianos, más expuestos a las enfermedades y a la muerte, en el campo.

A través de estas estadísticas, las tasas de mortalidad en las ciudades resultan más favorables que a través de un esmerado análisis actuarial. Hasta la fecha, apenas si se ha iniciado un análisis satisfactorio de los nacimientos y las muertes, la salud y la enfermedad, en relación con el medio. Al amontonar las tasas urbanas y rurales en una cifra se han ocultado las cifras relativamente peores de las zonas industrializadas y urbanas.

Y se siguen llevando a cabo estos análisis engañosos, que pasan por investigaciones objetivas. Así, Mabel Buer ha intentado levantar el cargo formulado contra la revolución industrial por haber empeorado el ambiente urbano, y para ello ha llevado a cabo un estudio sobre la disminución en la tasa de mortalidad que tuvo lugar antes de 1815, vale decir, antes que el hacinamiento, la falta de higiene y la urbanización general de la población hubieran producido sus característicos resultados desvitalizadores. No es necesario poner en duda esta mejoría anterior, lo mismo que no es necesario olvidar la constante disminución de la tasa de mortalidad en el curso del siglo XIX. Pero también hay que dejar en claro el hecho igualmente indiscutible del ulterior empeoramiento.

En vez de atribuir el inicial avance a la mecanización de la industria, hay que hacer lo que corresponde, es decir, atribuirlo a otro factor absolutamente independiente: el aumento de la provisión de alimentos, que permitió mejorar la dieta y contribuyó a aumentar la resistencia a las enfermedades. También otro factor puede haber intervenido en esto: la mayor difusión del uso del jabón posibilitada por el aumento de grasas disponibles. El uso del jabón en la higiene personal puede haberse extendido del lavado de los pezones de la madre que amamantaba, al lavado del crío; y finalmente, por imitación, pasó de la mitad femenina de la sociedad a la masculina. Dicho aumento de uso del jabón no puede medirse fácilmente sobre la base de los inventarios comerciales; pues el jabón fue, en un comienzo, un monopolio comercial y, como tal, un artículo de lujo: el jabón ordinario era producido y consumido generalmente dentro del hogar. La difusión del hábito de lavar con agua y jabón bien podría explicar la disminución de las tasas de mortalidad infantil, antes del siglo XIX; del mismo modo que la escasez de agua y jabón podría explicar, en parte, las lamentables tasas de mortalidad infantil en la ciudad paleotécnica.

En términos generales, la pobreza higiénica estaba muy difundida. Falta de luz solar, falta de agua pura, falta de aire no contaminado, falta de una dieta variada: la falta de todo esto era tan común que equivalía a un estado crónico de inanición higiénica entre la mayor parte de la población. Hasta las clases más prósperas sucumbían, e incluso a veces se enorgullecían de sus deficiencias vitales. Herbert Spencer, quien era un disconformista incluso con respecto a su propio credo del utilitarismo, se vio obligado a predicar a sus contemporáneos el evangelio del juego y el descanso físico; y en sus Ensayos sobre educación llegó hasta pedir como favor especial a los padres que les permitieran a sus hijos .


7. Un primer plano de Villa Carbón

Cabe conceder que, dado el ritmo con que se introdujo el industrialismo en el mundo occidental, el problema de construir ciudades adecuadas resultaba casi insoluble. Las premisas que hicieron posibles esas operaciones limitaban también su éxito humano. ¿Cómo construir una ciudad coherente sobre la base de los esfuerzos de un millar de individuos rivales que no conocían más ley que sus preciosas voluntades? ¿Cómo integrar nuevas funciones mecánicas en un nuevo tipo de plan que pudiera desarrollarse rápidamente, cuando la esencia misma de esa integración dependía del ejercicio de un firme control por parte de autoridades públicas que a menudo no existían, o que, en caso de existir, no ejercían otros poderes que los concedidos específicamente por el Estado, el cual ponía en la cúspide los derechos de propiedad individual? ¿Cómo facilitar una multitud de nuevos instrumentos y servicios a trabajadores que sólo podían pagar el alquiler de los alojamientos más míseros? ¿De qué manera crear un buen plan físico para funciones sociales que, por su parte, quedaban abortadas?

Las ciudades que contenían aún residuos vitales de la tradición medieval, como Ulm, a causa de su lento ritmo de crecimiento y de una audaz política de propiedad municipal de la tierra en gran escala, conseguían a veces efectuar la transición con pérdidas relativamente pequeñas. En cambio, allí donde la industria surgía explosivamente, como ocurrió por ejemplo en Nurembeg, las consecuencias eran tan deplorables como en las ciudades que carecían de toda envoltura histórica. Y en el Nuevo Mundo todavía en 1906 se construían ciudades (como Gary, en el estado de Indiana) sin prestar ninguna atención a las características físicas, excepto la ubicación de la planta industrial. En lo tocante a complejos industriales aún más recientes, como la metrópolis del automóvil, Detroit, no aprendieron nada de los errores del pasado: ¿acaso no afirmaba Henry Ford que la historia era hojarasca? De modo que las fábricas que levantaron en relación con las normas de ingeniería más modernas estaban instaladas en medio de un tumulto urbano, constituyendo modelos clásicos de desorganización municipal e incompetencia técnica. La misma época que se jactaba de sus conquistas mecánicas y de su presciencia científica dejaba a cargo del azar sus procesos sociales, como si el hábito del pensamiento científico se hubiera agotado en las máquinas y no fuera capaz de ocuparse de las realidades humanas. El torrente de energía que se extraía de los yacimientos de carbón descendía por las laderas con el mínimo de mejoramiento posible del ambiente: las aldeas industriales, las aglomeraciones fabriles, eran más toscas, en términos sociales, que las aldeas feudales de la Edad Media.

El nuevo brote urbano, el conglomerado del carbón, lo que Patrick Geddes denominó , no estaba ni aislado en el campo ni adherido a un antiguo núcleo histórico. Se extendía en una masa de densidad relativamente uniforme por docenas y a veces centenares de kilómetros cuadrados. No había centros efectivos en este conglomerado urbano: ninguna institución capaz de unir a sus miembros en una vida urbana activa, ninguna organización política capaz de unificar sus actividades comunes. Sólo perduraban las sectas, los fragmentos, los residuos sociales de viejas instituciones, como los restos enlodados que deja esparcidos un gran río cuando termina la inundación y descienden las aguas. En otras palabras, una vida social de . Estas nuevas ciudades no sólo fueron incapaces, en su mayor parte, de producir arte, ciencia o cultura, sino que, en un comienzo, hasta fueron incapaces de importarlas de centros más antiguos. Cuando se creaba localmente un excedente, con prontitud se lo trasladaba a otros puntos: los rentistas y financieros lo empleaban en lujos personales o en obras filantrópicas, como la sala de conciertos Carnegie, en Nueva York, que a menudo beneficiaron a los capitales mucho ante de que se hicieran otras donaciones análogas a la región de la cual procedían originalmente las riquezas.

Acerquémonos más todavía a la ciudad paleotécnica, examinémosla con la vista, con el oído, el olfato y el tacto. Los observadores de hoy, debido al creciente contraste con el ambiente neotécnico que despunta, pueden por fin ver lo que sólo los poetas como Hugo, Ruskin o Morris veían cien años atrás: una realidad que los filisteos, enredados en su red utilitaria de sueños, alternativamente negaban como una exageración sentimental o saludaban con entusiasmo, como a un indiscutible signo de .

La noche se extendía sobre la Villa Carbón: su color predominante era el negro. Negras nubes de humo despedían las chimeneas de las fábricas, así como las playas de los ferrocarriles, nubes que a menudo se expandían por la población, mutilando el organismo mismo, difundiendo el hollín y las cenizas por todas partes. La invención del gas artificial para el alumbrado constituyó una ayuda indispensable para esta diseminación: la invención de Murdock se remonta a fines del siglo XVIII y a través de la generación siguiente su uso se difundió, primero en las fábricas y luego en las casas de familia, primero en las grandes ciudades y luego en los pequeños centros; porque, sin su ayuda, el trabajo habría tenido que suspenderse frecuentemente debido al humo y la bruma. La fabricación de gas para el alumbrado, dentro de los límites de las ciudades, se convirtió en un nuevo rasgo característico: los enormes tanques de gas erguían sus estructuras sobre el paisaje urbano, grandes moles en la escala de las catedrales; y, a decir verdad, su tracería de hierro, contra un ocasional firmamento claro de color verde limón, en la madrugada, constituía uno de los más agradables elementos estéticos en el nuevo orden.

Estas estructuras no eran necesariamente malas; a decir verdad, de haberse puesto el cuidado suficiente para separarlas, podrían haber resultado atrayentes. Lo atroz era el hecho de que, como todas las demás construcciones levantadas en las nuevas ciudades, estaban dispuestas casi al azar; las pérdidas de gas los llamados distritos de gasógenos y nada tiene de sorprendente que esos distritos llegaran a figurar, con frecuencia, entre las secciones más degradadas de la ciudad. Descollando sobre la ciudad, contaminando su aire, los tanques de gas simbolizan el predominio de los intereses sobre las necesidades vitales.

El sudario ponzoñoso de humo ya había cubierto los distritos alfareros en el siglo XVIII debido a la utilización de barnices salinos baratos; ahora se volvía más denso en todas partes, en Sheffield y Birmingham, en Pittsburgh, Essen y Lille. En este nuevo medio las ropas oscuras sólo constituían una coloración protectora, no era una forma de luto; la galera negra era casi un diseño funcional: un símbolo afirmativo de la energía del vapor. Los tintes negros de Leeds, por ejemplo, convirtieron su río en una ponzoñosa cloaca retinta; en tanto que las tiznaduras aceitosas del carbón blando se difundían por todas partes; incluso quienes se lavaban las manos dejaban una orilla de grasa no disuelta en los bordes de los lavatorios. Añádanse a estas constantes manchas sobre la piel y las ropas las diminutas partículas de hierro procedentes de las operaciones de pulido y afilado, el cloro sin usar procedente de las fábricas de soda y, después, las nubes de polvo acre que llegaban de las fábricas de cemento, así como los diversos subproductos de otras industrias químicas: todas estas cosas irritaban la vista, raspaban la garganta y los pulmones, aminoraban el tono general, incluso cuando no producían con su contacto una u otra enfermedad definida. En cuanto a los vahos del carbón, tal vez no sean desagradables: el hombre, con su largo pasado salvaje, sabe apreciar los olores añejos; de modo que acaso su principal defecto era que suprimía otros aromas más agradables o insensibilizaba para percibirlos.

En semejantes condiciones era necesario que uno tuviera todos los sentidos embotados a fin de sentirse feliz; y, desde luego, uno tenía que perder el gusto. Esta pérdida del gusto tuvo un efecto sobre la dieta: hasta la gente pudiente comenzó a comer productos en lata y alimentos pasados, porque ya no podían notar la diferencia. La pérdida del discernimiento gustativo elemental se extendió a otros dominios: también el discernimiento cromático se debilitó y se prefirieron los tonos más oscuros, los colores más sobrios y las mezclas más mortecinas, a los brillantes colores puros, y tanto los pintores prerrafaelistas como los impresionistas fueron vilipendiados por la burguesía, porque sus colores puros eran considerados y . Si de vez en cuando quedaban un toque de color brillante, se lo encontraba solamente en los anuncios callejeros, esas superficies de papel que se conservaban joviales porque era necesario cambiarlas a menudo.

Este nuevo ambiente era sombrío, sin colorido, acre, maloliente. Todas estas cualidades disminuían la eficiencia humana y exigían una compensación suplementaria en materia de lavado, baño y salubridad; o, en último extremo, en materia de tratamiento médico. No era pequeño el gasto en limpieza en la ciudad paleotécnica, al menos desde que se reconoció la necesidad de la limpieza. Considérese un solo punto de un típico sobreviviente del paleotécnico: Pittsburgh. Su contaminación por el humo comenzó desde temprano, pues ya en un grabado que data de 1849 se advierte que está en pleno desarrollo. Una generación atrás el costo anual para mantener limpia a Pittsburgh se calculaba en un millón y medio de dólares, aproximadamente, en lo tocante a trabajo suplementario de lavandería; setecientos cincuenta mil dólares en limpieza general suplementaria y sesenta mil dólares en limpieza suplementaria de cortinas. En este cálculo, que representa unos 2.310.000 dólares por año, no se toman en cuenta las pérdidas debidas a la corrosión de edificios o los mayores gastos en pintura de las obras de carpintería, ni los gastos suplementarios en alumbrado, durante los períodos de smog.***

Todavía después de los denodados esfuerzos que se han realizado para reducir la contaminación del humo, una sola gran fábrica de acero, situada en el corazón de Pittsburgh, se sigue burlando de estos esfuerzos por mejorar las cosas; y, a decir verdad, es tan poderosa la influencia de la tradición paleotécnica que hace muy poco las autoridades municipales se prestaron para autorizar la ampliación de esta fábrica, en vez de exigir, con firmeza, su traslado. Hasta aquí, por lo que hace a las pérdidas pecuniarias. Pero, ¿qué decir de las incalculables pérdidas por causa de enfermedad, por causa de mala salud, por causa de todas las formas de intoxicación psicológica que van desde la apatía hasta las neurosis declaradas? El hecho de que estas pérdidas no se prestan para las mediciones objetivas no les quita realidad.

En el transcurso del período paleotécnico la indiferencia ante estas formas de desvitalización se basaba principalmente en una invencible ignorancia. En Técnica y civilización he citado las frases indignadas y sorprendidas de uno de los principales apologistas de esta civilización, Andrew Ure, ante los testimonios presentados por los astutos médicos convocados ante la Comisión Sadler de Investigaciones en las Fábricas.

Dichos médicos se refirieron a los experimentos efectuados por el doctor Edwards, de París, sobre el crecimiento de los renacuajos, que demuestran que la luz del sol es de importancia fundamental para su desarrollo. De esto deducían —y hoy sabemos que estaban plenamente justificados— que es igualmente necesario para el crecimiento de los niños. La orgullosa respuesta de Ure fue que el alumbrado de gas en las fábricas bastaba como sustituto del sol. Tan desdeñosos eran aquellos utilitarios con respecto a la naturaleza y a las costumbres humanas bien probadas que criaron a más de una generación con una dieta desvitalizada, basada exclusivamente en el consumo de calorías. Dicha dieta se ha perfeccionado durante la generación pasada gracias a los nuevos conocimientos científicos, sólo para ser degradada una vez más por la difusión del uso de insecticidas y exterminadores de plagas que son tóxicos, de elementos conservadores y mejoradores de los alimentos, para no hablar de venenos radiactivos igualmente fatales, como el Strontium 90. Por lo que hace al ambiente paleotécnico, todavía opone amplia resistencia y azota con sus plagas a decenas de millones de personas.

Aparte de la suciedad, las nuevas ciudades se enorgullecían por otra distinción, igualmente espantosa para los sentidos. Los funestos efectos de esta plaga sólo han sido reconocidos en los últimos años, gracias a progresos técnicos que guardan relación con esa típica invención biotécnica que es el teléfono. Me refiero al ruido. Permítaseme citar el relato de un testigo auditivo de Birmingham a mediados del siglo XIX. La indiferencia ante el estrépito era un fenómeno típico. ¿Acaso los fabricantes ingleses no impidieron que Watt redujera el ruido que hacía su máquina de émbolo porque querían una prueba auditiva de su poder?

En la actualidad un gran número de experimentos ha dejado establecido el hecho de que el ruido puede producir profundos cambios fisiológicos: la música puede mantener a raya el cómputo de bacterias en la leche; del mismo modo, algunas enfermedades bien definidas, como las úlceras de estómago y la presión sanguínea alta, parecen ser agravadas por la tensión de vivir, por ejemplo, al alcance de los ruidos de una autopista o de un aeródromo. Igualmente se ha establecido en forma bien clara la disminución de la eficacia en el trabajo como consecuencia de los ruidos. Por desgracia, el medio paleotécnico parecía diseñado especialmente para crear una cantidad máxima de ruido: el ululato temprano de la sirena de la fábrica, los chillidos de la locomotora, las estridencias de la antigua máquina de vapor, los resuellos y los crujidos de los ejes y las correas de trasmisión, los golpes retumbantes, del martillo pilón, los gruñidos y gangueos de los transportadores y los gritos de los obreros que trabajan y en medio de este variado fragor. Todos estos ruidos incitaban al ataque general contra los sentidos.

Al establecer la eficacia vital del campo en comparación con la ciudad, o de la ciudad medieval en comparación con la ciudad paleotécnica, no se debe olvidar este importante factor de la salud. Los recientes perfeccionamientos en determinados sectores, el uso de tacones de goma y llantas de goma, no han disminuido la fuerza de esta acusación. El ruido que hacen en una ciudad activa los automóviles y los camiones, al ponerse en funcionamiento, cambiar marchas y adquirir velocidad, es un síntoma de su falta de madurez técnica. Si la energía que se ha dedicado a estilizar las carrocerías de los automóviles se hubiera consagrado al desarrollo de una unidad silenciosa de energía termoeléctrica, la ciudad moderna no sería tan atrasada como su predecesora paleotécnica en materia de ruido y humo. En cambio, las metrópolis del reinado del motor de combustión interna, como Los Ángeles, ostentan, y a decir verdad exaltan, todos los males urbanos propios del período paleotécnico.

Experimentos con el sonido que se llevaron a cabo en Chicago en la década de 1930 demuestran que, si se gradúan los ruidos por porcentajes hasta el cien por ciento —que es el ruido, como el del cañoneo de la artillería, que de extenderse durante un período prolongado enloquecería a uno—, el campo sólo tiene de un ocho a un diez por ciento de ruido, los suburbios un quince por ciento, los barrios residenciales de la ciudad un veinticuatro por ciento, los sectores comerciales un treinta por ciento y los barrios industriales un treinta y cinco por ciento. En general, estos mismos límites resultarían, sin duda, aplicables a cualquiera de los sectores urbanos en el curso de los últimos ciento cincuenta años, si bien es posible que antaño los límites superiores fueran más altos. Hay que recordar, asimismo, que en las ciudades paleotécnicas no se hacía nada para separar las fábricas de los hogares de los obreros; de modo que, en muchas ciudades, el ruido era omnipresente durante el día y a menudo por la noche. La era de los transportes aéreos, cuyos ruidos aeroplanos destruyen el valor residencial de los suburbios en las cercanías de los aeródromos, amenaza ahora con extender aún más este ataque contra la vida y la salud.

Considerando esta nueva superficie urbana en sus términos físicos más bajos, sin hacer referencia a sus servicios sociales o a su cultura, se hace evidente que antes, en el transcurso de toda la historia conocida, nunca han vivido masas tan vastas de personas en un ambiente tan ferozmente degradado, tan feo por su forma y de un contenido tan envilecido. Los esclavos de galeras en Oriente, los miserables prisioneros en las minas de plata de los atenienses, el proletariado humillado en las insulae de los romanos, fueron clases que, sin lugar a dudas, conocieron una degradación semejante; pero la miseria humana nunca había sido tan universalmente aceptada como cosa normal, como cosa normal e inevitable.


8. El contraataque

Tal vez la contribución máxima de la ciudad industrial fue la reacción que produjo contra sus propias grandes fechorías y ante todo el arte de la sanidad o higiene pública. Los modelos originales para estos males fueron las cárceles y los hospitales pestíferos del siglo XVIII: su mejoramiento los convirtió en plantas piloto, por así decirlo, en la reforma de la ciudad industrial. Las realizaciones del siglo XIX en materia de fabricación de grandes desagües cerámicos y de cañerías de hierro hizo posible el aprovechamiento de fuentes distantes de agua relativamente pura y la evacuación, por lo menos en una corriente vecina, de las cloacas; en tanto que los repetidos brotes de paludismo, cólera, tifoidea y otras enfermedades actuaron como estímulo para promover estas innovaciones, ya que sucesivamente generaciones de especialistas en higiene establecieron, sin mayor dificultad, la relación existente entre la suciedad y la cogestión, el agua y los alimentos contaminados, y estas condiciones.

En lo tocante al punto fundamental de la degradación de la ciudad, John Ruskin dio en la tecla. , escribió, calles limpias y activas en el interior, y afuera el campo abierto, de manera que, desde cualquier parte de la ciudad, puedan alcanzarse en unos cuantos minutos de caminata un aire perfectamente fresco, la hierba y la vista del horizonte distante.» Esta feliz visión atraería incluso a los fabricantes, quienes aquí y allá, en Port Sunlight y Bournville, comenzaron a edificar aldeas industriales cuyo atractivo rivalizaría con el de los mejores suburbios más recientes.

Importar aire fresco, agua pura, espacio abierto verde y luz solar a la ciudad pasó a ser el objetivo primordial del urbanismo inteligente. La necesidad era tan urgente que, a pesar de su pasión por la belleza urbana, Camillo Sitte insistía en la función higiénica del parque urbano, como un , para usar su propia expresión» los de la ciudad, cuya función era nuevamente apreciada en razón de su ausencia.

El culto de la limpieza tuvo sus orígenes antes de la era paleotécnica: debe mucho a las ciudades holandesas del siglo XVII, con su abundante suministro de agua, sus grandes ventanales en las casas, que denunciaban cada partícula de polvo en el interior, y sus pisos de mosaico; por lo cual el fregado y el blanqueado del ama de casa holandesa se hicieron proverbiales. La limpieza obtuvo nuevos refuerzos científicos después de 1870. En tanto que, con su criterio dualista, se separaba el cuerpo del espíritu, podía desdeñarse su cuidado sistemático, casi como un síntoma de preocupaciones más espirituales. Pero la nueva concepción del organismo que se desarrolló en el siglo XIX, con Johannes Müller y Claude Bernard, reunía los procesos fisiológicos y psicológicos; y así el cuidado del cuerpo se convirtió, una vez más, en una disciplina moral y estética. a través de sus investigaciones bacteriológicas, Pasteur modificó la concepción del medio externo e interno de los organismos: en la suciedad y la mugre se desarrollaban virulentos organismos microscópicos, los cuales, en buena medida, desaparecían ante el agua y el jabón y la luz del sol. Como consecuencia de esto, el granjero que hoy ordeña una vaca adopta precauciones sanitarias que no se preocupaba por tomar un cirujano londinense de mediados del siglo XIX al prepararse para llevar a cabo una operación importante, hasta que Lister le enseñó qué era lo que se debía hacer. Las nuevas normas en materia de luz, aire y limpieza que Florence Nightingale estableció para los hospitales, las impuso también en la sala de estar de su casa, con sus paredes blancas, como verdadero preludio al admirablemente higiénico de Le Corbusier, en la arquitectura moderna.

Por fin, la indiferencia de la ciudad industrial ante la oscuridad y la mugre quedaba debidamente denunciada como un monstruoso salvajismo. Nuevos adelantos en las ciencias biológicas pusieron de relieve las fechorías del nuevo ambiente con su humo, su bruma y sus emanaciones. A medida que aumenta nuestro conocimiento experimental de la medicina, esta lista de males se alarga: ya incluye las doscientas y tantas sustancias productoras de cáncer que, por lo común, se encuentran todavía en el aire de la mayoría de las ciudades industriales, para no hablar del polvillo metálico y pétreo y de los gases tóxicos que elevan la gravitación y aumentan la mortalidad en las enfermedades de las vías respiratorias.

Si bien la presión del conocimiento científico contribuyó lentamente a mejorar las condiciones existente en la ciudad, como totalidad, tuvo un efecto más rápido sobre las clases educadas y acomodadas, que pronto entendieron la insinuación y huyeron de la ciudad para refugiarse en un ambiente que no fuera tan hostil a la salud. Una de las causas de esta aplicación tardía de la higiene moderna al diseño urbano fue el hecho de que las mejoras del equipo higiénico de las viviendas introducían una alteración radical en los costos; y estos costos se reflejaban en inversiones municipales mayores en servicios públicos y en mayores impuestos para pagarlas.

Así como el industrialismo temprano, para sacar sus ganancias, estrujó no sólo la economía maquinista sino también la miseria de los trabajadores, por su parte la ciudad fabril rudimentaria había mantenido sus salarios e impuestos bajos mediante la pauperización y el agotamiento del medio. La higiene reclamaba espacio, equipos municipales y recursos naturales de los que hasta entonces se había carecido. Con el tiempo este reclamo llevó a la socialización municipal como acompañamiento normal de la mejora de los servicios. Ni la provisión de agua pura ni la eliminación colectiva de la basura y los excrementos podían dejarse a cargo de la conciencia privada ni ser resueltas únicamente en caso de que dieran ganancias.

En los centros más pequeños podría dejarse a las compañías privadas el privilegio de mantener uno o más de estos servicios, hasta que un notorio brote de enfermedad impusiera el control público; pero en las ciudades mayores la socialización era el precio de la seguridad; y así, a pesar de las pretensiones teóricas del liberalismo, el siglo XIX se convirtió, como acertadamente destacaron Beatrice y Sidney Webb, en el siglo del socialismo municipal. Cada mejora en el interior del edificio reclamaba su servicio de propiedad y administración colectivas: por una parte, cañerías maestras de agua, depósitos de agua, acueductos y estaciones de bombeo; por la otra, cañerías maestras de desagüe, plantas de reducción de aguas servidas y granjas que las utilizaban. Sólo faltaba la propiedad pública de la tierra para la extensión, la protección o la colonización de la ciudad. Ese paso hacia adelante constituyó una de las contribuciones más significativas de la ciudad jardín de Ebenezer Howard.

Mediante esta socialización eficaz y de amplia difusión, la tasa general de mortalidad, así como la tasa de mortalidad infantil, tendieron a decrecer después de la década de 1870; y tan manifiestas eran estas mejoras que aumentó la inversión social de capital municipal en estos servicios. Pero los rasgos principales seguían siendo negativos: los nuevos barrios de la ciudad no expresaban, en ninguna forma positiva, comprensión de la interacción entre el organismo como totalidad y el ambiente que las ciencias biológicas proponían. Hoy mismo, en realidad sería imposible recaudar del seudomoderno uso a la moda de las grandes, ventanas de vidrio herméticamente cerradas, que Downes y Blunt ya habían establecido en 1877, las propiedades bactericidas de la luz directa del sol. Esa irracionalidad denuncia cuán superficial es aún el respeto de la ciencia por parte de muchas personas que se suponen instruidas, e incluso de técnicos.

Por primera vez las mejoras sanitarias introducidas inicialmente en los palacios sumerios y cretenses, y extendidas a las familias patricias de Roma, en fecha posterior, se ponían ahora al alcance de toda la población de la ciudad. Se trataba de un triunfo de los principios democráticos que ni siquiera los regímenes dictatoriales podían coartar; y, a decir verdad, uno de los máximos beneficios públicos conferidos por el destructor de la Segunda República Francesa consistió en la tremenda limpieza de París emprendida bajo las órdenes del barón Haussmann, un servicio mucho más fundamental, y en realidad también mucho más original, que cualquiera de sus célebres actos de urbanismo propiamente dicho.

Nueva York fue la primera gran ciudad que obtuvo una amplia provisión de agua pura mediante la construcción del sistema Croton de depósitos y acueductos, inaugurado en 1842; pero, con el tiempo, todas las grandes ciudades se vieron obligadas a seguir este ejemplo. La distribución de las aguas servidas siguió siendo un arduo problema, y excepto en ciudades suficientemente pequeñas como para disponer de granjas capaces de transformar todos los residuos de esa naturaleza, hasta la fecha el problema no ha sido resuelto el debida forma. No obstante, el nivel de un cuarto de baño privado e higiénico por familia —un inodoro conectado a cañerías públicas, en las comunidades de edificación densa— ya estaba establecido a fines del siglo XIX. Por lo que hace a la basura, los procedimientos usuales, que consisten en arrojarla o quemarla, cuando se trata de un valioso abono agrícola, sigue siendo uno de los pecados persistentes de la administración municipal no científica.

La limpieza de las calle fue un problema más arduo, hasta que los adoquines y el asfalto se universalizaron, se eliminó la tracción a sangre y se hizo abundante la provisión pública de agua; pero, en última instancia, resultó más fácil solucionarlo que resolver el problema de la higienización del aire. Hoy mismo la cortina de polvo y humo que impide el paso de los rayos ultravioleta sigue siendo una de los atributos desvitalizadores de los centros urbanos más congestionados, acrecentado, en vez de ser aminorado, por el ostentoso aunque técnicamente anticuado automóvil, que incluso agrega un invisible veneno: el monóxido de carbono. Como compensación parcial, la introducción de agua corriente y baños en la vivienda —y la etapa intermedia de reaparición de los baños públicos, abandonados después de la Edad Media— debe haber contribuido a reducir tanto las enfermedades, en general, como la mortalidad infantil, en particular.

En conjunto, la obra de los reformadores sanitarios e higienistas, de un Chadwick, una Florence Nightingale, un Louis Pasteur y un barón Haussmann, despojó a la vida urbana, en sus niveles más bajos, de algunos de sus peores terrores y degradaciones físicas. Si el industrialismo disminuyó los aspectos creados de la vida urbana, los efectos maléficos de sus productos residuales y excrementos fueron también reducidos con el tiempo. Hasta los cuerpos de los muertos contribuyeron a la mejora, pues formaron un cinturón verde de suburbios y parques mortuorios en torno de la ciudad en desarrollo; y también al respecto merece Haussmann un saludo respetuoso por su audaz y magistral solución del problema.

El nuevo medio industrial carecía tan evidentemente de los atributos de la salud que apenas si tiene algo de sorprendente que el contramovimiento de la higiene proporcionara las contribuciones más positivas al urbanismo durante el siglo XIX. Los nuevos ideales fueron expuestos provisionalmente en una utopía titulada Hygeia, or the City of Health, publicada por el doctor Benjamin Ward Richardson en 1875. En ella se descubren residuos inconscientes de aceptación del grado existente de hacinamiento; pues en tanto que menos de una generación después Ebenezer Howard preveía una superficie de 2.500 hectáreas para albergar y cercar a 32.000 personas, Richardson proponía poner 100.000 personas en 1.600 hectáreas. En la nueva ciudad los ferrocarriles serían subterráneos, a pesar de las locomotoras de carbón, entonces corrientes; pero en las casas no se permitirían sótanos de ningún género, prohibición que obtuvo respaldo legal en Inglaterra. La construcción de los subterráneos sería de ladrillo, por dentro y por fuera, para facilitar el lavado con mangueras —recurrente sueño masculino—, las chimeneas estarían conectadas con túneles centrales que trasladarían el carbón no quemado a un horno de gas donde se consumiría.

Por arcaicas que hoy resulten algunas de estas propuestas, en muchos aspectos el doctor Richardson no sólo se adelantaba a su tiempo sino que estaba igualmente adelantado con respecto a nuestra época. Propuso abandonar y preconizó un pequeño hospital para cada cinco mil personas. Del mismo modo se daría albergue, en edificios de dimensiones modestas, a los desvalidos, los ancianos y los incapacitados mentales. Las concepciones físicas de Richardson sobre la ciudad hoy resultan anticuadas; pero, por mi parte, sostengo que aún son dignas de atención sus contribuciones a la atención médica colectiva. Con amplia justificación racional, propuso que se volviera a las elevadas normas médicas y humanas de la ciudad medieval.


9. La ciudad subterránea

Fue principalmente a través de las reacciones que produjo, del éxodo que generó, que el régimen paleotécnico tuvo un efecto sobre las futuras formas urbanas. Estos contraataques fueron instigados, a partir de la década de 1880, por una transformación dentro de la propia industria.

Dicho cambio fue inicialmente caracterizado por Patrick Geddes como el paso de la economía paleotécnica, hasta entonces reinante, dominada por el carbón, el hierro y la máquina de vapor, a una economía neotécnica, basada en la electricidad, los metales más livianos, el transformador y el motor eléctricos. Geddes oponía la suciedad y el desorden jactanciosos de la ciudad minera a las condiciones existentes en una planta generadora de energía hidroeléctrica, donde la necesidad de asegurar el flujo constante de corriente impone una lmpieza inmaculada en todos los puntos de contacto.

Estos perfeccionamientos neotécnicos, que confluyeron en la década de 1880, fueron reforzados en la misma época por la introducción de la cirugía aséptica, que completó las reformas higiénicas iniciadas en los hospitales por Florence Nightingale y lord Lister. Invenciones neotécnicas típicas, desde la fotografía hasta las comunicaciones radiales, surgieron directamente de descubrimientos científicos; a dichas invenciones se sumaron adelantos igualmente importantes derivados de la bacteriología y la fisiología, que establecieron la importancia de la luz solar para el crecimiento saludable, y la necesidad de aire puro, agua limpia, cuerpos limpios y un ambiente general limpio para impedir la propagación de las enfermedades. Muchas industrias, en vez de aferrarse a miopes prácticas tradicionales, alentaron la investigación científica, la racionalización técnica y el planeamiento coordenado en todos los dominios. Con esta nueva postura mental en las empresas comerciales, el arte perdido del urbanismo volvió una vez más a la ciudad: ya no se dejaban de lado como impertinencias afeminadas la forma y el orden, la claridad y la limpieza.

Esta transformación se ha visto retardada por empecinados intereses creados que han sacado partido de las invenciones neotécnicas para prolongar prácticas técnicas y comerciales socialmente deletéreas. Pero si la economía neotécnica no ha dado todavía nacimiento a la ciudad neotécnica completa, comparable al arquetipo paleotécnico de Villa Carbón, es necesario buscar una causa más fundamental para ello: en la nueva economía, con su creciente productividad, su difusión en la automatización y su excedente de productos y ocios, la propia industria ya no puede dominar y desplazar todos los demás aspectos de la vida; se convierte potencialmente, cuando no de hecho, en una parte contribuyente de una pauta comunal mucho más compleja. Cabe, pues, hablar de un parque industrial o un recinto comercial neotécnico; pero la ciudad multilateral donde estas unidades desempeñarían idealmente un papel no puede ser caracterizada solamente por sus atributos tecnológicos. Lo más cercano a una ciudad neotécnica puede encontrarse en una comunidad tan amplia y equilibrada como lo es una de las de Inglaterra.

Por consiguiente, se ha desarrollado en dos direcciones la eliminación de la ciudad industrial clásica y la enmienda de sus vicios propios. En primer lugar, a través del mayor desarrollo de la tecnología, con aplicaciones más vastas de la ciencia y de la práctica perfeccionada, incluso en las industrias que antaño explotaban más a sus obreros, maculando y desfigurando el ambiente. En segundo lugar, a través de una serie de reacciones contra los males específicos que aparecieron con el régimen de carbón y hierro de la producción capitalista clásica. Estas reacciones frente al modelo clásico de villa Carbón están sintetizadas, a esta altura de los tiempos, en el concepto en desarrollo del. No hay mejor testimonio de las condiciones empobrecidas o positivamente malas generadas por la ciudad paleotécnica que la abundancia de leyes que se ha acumulado durante el último siglo y que está destinada a corregirlas: normas sanitarias, servicios higiénicos, escuelas públicas gratuitas, seguridad en el empleo, fijación de salario mínimo, viviendas para obreros, eliminación de tugurios, conjuntamente con la creación de parques y campos de juego públicos, bibliotecas públicas y museos. A estas mejoras les falta todavía encontrar su expresión cabal en una nueva forma de ciudad.

Pero, no obstante, la ciudad industrial arquetípica dejó profundas heridas en el ambiente; y algunas de sus peores características han subsistido, sólo superficialmente mejoradas por los medios neotécnicos. Así el automóvil está contaminando el aire desde hace más de medio siglo sin que sus ingenieros hagan algún esfuerzo serio por eliminar de su escape el tóxico gas de monóxido de carbono, por más que unas cuantas bocanadas de ése, en su forma pura, resulten mortales; ni tampoco han eliminado los hidrocarbonos no quemados que contribuyen a producir el smog, que cubre una conurbación tan plagada de automóviles como es Los Ángeles. Así, también, los ingenieros de vialidad que se han atrevido a introducir sus autopistas múltiples en el corazón mismo de la ciudad y que se han preocupado por garantizar el estacionamiento de los automóviles en enormes playas y garajes, han repetido magistralmente, ampliándolos, los peores errores de los ingenieros de ferrocarriles. A decir verdad, en el preciso instante en que se procedía a eliminar el tren elevado para el transporte público, como un grave estorbo, estos descuidados ingenieros reinstalaban el mismo tipo de estructura anticuada para conveniencia del automóvil privado. Así, buena parte de lo que da la impresión de ser brillantemente contemporáneo no hace nada más que restablecer la forma arquetípica de Villa Carbón, bajo una cubierta niquelada.

Pero hay un aspecto de la ciudad moderna donde la presión de Villa Carbón se deja sentir con más fuerza todavía y en la que los efectos finales son aún más hostiles a la vida. Me refiero al entrelazamiento de imprescindibles instalaciones subterráneas, a fin de producir un resultado absolutamente gratuito: la ciudad subterránea, concebida como ideal. Como cabía esperar de un régimen cuyas invenciones claves salieron de las minas, el túnel y el subterráneo fueron sus únicas contribuciones a la forma urbana; y lo que no deja de ser sintomático, ambos tipos de instalaciones fueron derivados directos de la guerra, primeramente en la ciudad antigua y luego en el complejo trabajo de zapa necesario para conquistar la fortificación barroca. En tanto que en la superficie de Villa Carbón las formas del transporte y la vivienda han sido reemplazadas en buena parte, su red subterránea ha prosperado y proliferado. Las cañerías maestras de agua y desagüe, así como las grandes redes de gas y electricidad, fueron contribuciones valiosas al nivel superior de la ciudad; y, con ciertas limitaciones, podrían justificarse el ferrocarril subterráneo, el túnel para automóviles y los lavatorios subterráneos. Pero a esas instalaciones se han sumado luego las tiendas y los almacenes subterráneos y, finalmente, los refugios antiaéreos, como si el tipo de medio que sirvió para los mecanismos físicos y los servicios públicos de la ciudad aportara otras ventajas reales a sus habitantes. Por desgracia, la ciudad subterránea exige la presencia constante de seres humanos vivos, los cuales también quedan bajo tierra; y esa imposición constituye poco menos que un entierro prematuro o, por lo menos, una preparación para la existencia en cápsulas, que es la única que quedará al alcance de quienes aceptan el perfeccionamiento mecánico como la principal justificación de la aventura humana.

La ciudad subterránea constituye una clase nueva de ambiente. Es una prolongación y una normalización del medio impuesto al minero —aislado de las condiciones naturales—, en todo momento bajo un control mecánico posibilitado por la luz artificial, la ventilación artificial y las limitaciones artificiales de las reacciones humanas ante las que sus organizadores consideran lucrativas o útiles. Este nuevo ambiente se constituyó paulatinamente a partir de una serie de invenciones empíricas; y a esto se debe que, hasta en las metrópolis más ambiciosas, sólo rara vez se hayan proyectado las instalaciones subterráneas (como las grandes cloacas de París) con miras a su reparación económica y su conexión con los edificios próximos, por más que es evidente que, en los barrios más populosos de una ciudad, un solo túnel, accesible a intervalos, podría servir como arteria colectiva y, a la larga, daría lugar a grandes economías.

Una generación atrás, Henry Wright, al analizar el costo de la vivienda, descubrió que el precio de una habitación entera estaba enterrado en la calle, en las diversas instalaciones mecánicas necesarias para el funcionamiento de la casa. Desde entonces el costo relativo de estas cañerías, cales y conductos subterráneos ha aumentado; en tanto que, con cada ampliación de la ciudad, lo mismo que con cada aumento de la congestión interna, el costo del sistema entero también aumenta desproporcionadamente.

Dada la presión que se ejerce para hundir más capitales en la ciudad subterránea, se dispone de menos dinero para el espacio y la belleza arquitectónica sobre su superficie; en realidad, el paso siguiente en el desarrollo de la ciudad, un paso que ya se ha dado en muchas ciudades norteamericanas, consiste en extender el principio de la ciudad subterránea incluso al diseño de edificios que están visiblemente sobre la superficie del suelo, desbaratando así todo esfuerzo artístico. Con el aire acondicionado y la constante iluminación fluorescente, los espacios internos de los nuevos rascacielos norteamericanos no son muy diferentes de cómo serían si estuvieran a treinta metros por debajo de la superficie. Ninguna extravagancia en materia de equipo mecánico es demasiado grande para producir este ambiente interno uniforme, pero el ingenio técnico que se invierte en la fabricación de estos edificios herméticamente cerrados no es capaz de crear el equivalente de un fondo orgánico para las funciones y actividades humanas.

Todo esto corresponde simplemente a los preparativos. Pues los sucesores de la ciudad paleotécnica han creado instrumentos y condiciones que, potencialmente, son mucho más letales que los que destruyeron tantas vidas en la ciudad de Donora, en Pensilvania, debido a una concentración de gases tóxicos, o la que, en diciembre de 1952, mató en Londres, en una semana, un número de seres humanos que se calcula en unos cinco mil por encima de las defunciones normales. La explotación del uranio para producir materiales capaces de fisión amenaza, si se continúa con ella, con envenenar la litosfera, la atmósfera y la biosfera —para no hablar del agua para beber—, en una forma que superará de lejos las peores fechorías de la primitiva ciudad industrial, ya que los procesos industriales prenucleares podían detenerse y sus residuos podían absorberse o cubrirse, sin causar un daño permanente.

Una vez que tiene lugar la fisión, la radiactividad liberada permanece a lo largo de la vida de los productos, una vida que a veces hay que medir en muchas centurias y hasta en miles de años; no se la puede alterar ni relegar a un sitio determinado sin contaminar, a la larga, la zona donde se la arroja, ya sea ésta la estratosfera o el fondo del océano. Mientras tanto, la elaboración de estos materiales letales continúa sin cesar, como preparativo para ataques militares colectivos destinados a exterminar poblaciones enteras. Para hacer tolerables estos preparativos criminalmente insanos, las autoridades públicas han preparado diligentemente a sus ciudadanos para que marchen a sótanos y subterráneos en busca de . Sólo el costo apabullante que implicaría la creación de toda una red de ciudades subterráneas, que pudiera dar cabida a la población entera, impide hasta ahora este monstruoso abuso de la energía humana.

El industrial victoriano que exponía a sus conciudadanos al hollín y al smog, a una higiene pésima y a enfermedades fomentadas por el ambiente, alimentaba con todo la fe en que su obra contribuía, en última instancia, a la . Pero sus herederos en la ciudad subterránea no se hacen tales ilusiones: son presa de terrores compulsivos y de fantasías pervertidas, cuyo resultado final puede ser el exterminio universal; y cuanto más se consagren a adaptar su ambiente urbano a esta posibilidad, más seguro es que acarrearán el genocidio colectivo ilimitado, que muchos de ellos ya han justificado en su espíritu como el precio necesario para conservar la y la . Los señores de la ciudadela subterránea están metidos en una a la que no le pueden poner fin, con armas cuyos efectos últimos no pueden controlar y con objetivos que no pueden lograr. La ciudad subterránea amenaza, por lo tanto, con convertirse en la cripta funeraria última de nuestra civilización incinerada. La única alternativa que le queda al hombre moderno consiste en salir nuevamente a la luz y tener el coraje, no de escapar a la luna, sino de volver a su propio centro humano, y de dominar las compulsiones e irracionalidades belicosas que comparte con sus amos y mentores. No sólo tiene que olvidarse del arte de la guerra, sino que también debe adquirir y dominar, como nunca antes, las artes de la vida.


NOTAS

* La riqueza de las naciones, Aguilar, España, 1961.

** Forma de dios Vishnu o Krishna, cuyo ídolo se guarda en Puri, en la India. En uno de los festivales de adoración al ídolo, el Rathayatra, la imagen es colocada en un carro especial adornado con pinturas obscenas, y es llevada por las calles. Existía la creencia errónea de que, en épocas anteriores, los devotos de Juggernaut se tiraban bajo las ruedas del carro para ser pisados por ellas. (N. del T.)

*** Neologismo formado a partir de las palabras (humo) y (niebla). (N. del T.)