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“Era una ciudad de ladrillo rojo, es decir, de ladrillo que habría sido rojo si el humo y la ceniza se lo hubiesen consentido; como no era así, la ciudad tenía un extraño color rojinegro, parecido al que usan los salvajes para embadurnarse la cara. Era una ciudad de máquinas y de altas chimeneas, por las que salían interminables serpientes de humo que no acababan nunca de desenroscarse, a pesar de salir y salir sin interrupción. Pasaban por la ciudad un negro canal y un río de aguas teñidas de púrpura maloliente; tenía también grandes bloques de edificios llenos de ventanas, y en cuyo interior resonaba todo el día un continuo traqueteo y temblor y en el que el émbolo de la máquina de vapor subía y bajaba con monotonía, lo mismo que la cabeza de un elefante enloquecido de melancolía. Contenía la ciudad varias calles anchas, todas muy parecidas, además de muchas calles estrechas que se parecían entre sí todavía más que las grandes; estaban habitadas por gentes que también se parecían entre sí, que entraban y salían de sus casas a idénticas horas, levantando en el suelo idénticos ruidos de pasos, que se encaminaban hacia idéntica ocupación y para las que cada día era idéntico al de ayer y al de mañana y cada año era una repetición del anterior y del siguiente.“
DICKENS Charles. Tiempos difíciles. Editorial: Cátedra. Colección: Letras Universales. : Madrid, 1992.
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“En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata, las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante hedor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías cáusticas, los mataderos a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban sus dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro. Apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja. Tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente ni en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.
Y como es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones en París porque París era la mayor ciudad de Francia. Y dentro de París había un lugar donde el hedor se convertía en infernal, entre la Rue aux Fers y la Rue de la Ferronnierem o sea el Cimitiere des Inocents. Durante ochocientos años se había llevado allí a los muertos del hospital Hôtel Dieu y de las parroquias vecinas. Durante ochocientos años, carretas con docenas de cadáveres habían vaciado su carga día tras días en largas fosas, y durante ochocientos años se habían ido acumulando los huesos en osarios y sepulturas. Hasta que llegó un día, en vísperas de la Revolución Francesa, cuando algunas fosas rebosantes de cadáveres se hundieron y el olor pútrido del atestado cementerio incitó a los habitantes no sólo a protestar sino a organizar verdaderos tumultos, en que fue por fin cerrado ya abandonado después de amontonar los millones de esqueletos y cadáveres en las catacumbas de Montmartre. Una vez hecho esto, en el lugar del antiguo cementerio se erigió un mercado de víveres”“En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata, las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante hedor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías, a lejías cáusticas, los mataderos a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban sus dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba por igual bajo los puentes y los palacios. El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro. Apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja. Tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente ni en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor.
SUSKIND, Patrick. El perfume, historia de un asesino Seix Barral Barcelona 1999- 2006
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“La Revolución industrial inglesa fue precedida, por lo menos, por doscientos años de constante desarrollo económico (...).
Las principales condiciones previas para la industrialización ya estaban presentes en la Inglaterra del siglo XVIII o bien podían lograrse con facilidad (...).
Hacia 1750 es dudoso que se pudiera hablar con propiedad de un campesino propietario de la tierra en extensas zonas de Inglaterra y es cierto que ya no se podía hablar de agricultura de subsistencia (...). El país había acumulado y estaba acumulando un excedente lo bastante amplio como para permitir la necesaria inversión en un equipo no muy costoso, antes de los ferrocarriles, para la transformación económica. Buena parte de este excedente se concentraba en manos de quienes deseaban invertir en el progreso económico (...). Además Inglaterra poseía un extenso sector manufacturero altamente desarrollado y un aparato comercial todavía más desarrollado (...).
El transporte y las comunicaciones eran relativamente fáciles y baratos, ya que ningún punto del país dista mucho más de los 100 km. del mar, y aún menos de algunos canales navegables (...).
Esto no quiere decir que no surgieran obstáculos en el camino de la industrialización británica, sino sólo que fueron fáciles de superar a causa de que ya existían las condicione sociales y económicas fundamentales, porque el tipo de industrialización del siglo XVIII era comparativamente barato y sencillo, y porque el país era lo suficientemente rico y floreciente para que le afectaran ineficiencias que podían haber dado al traste con economías menos dispuestas.”
HOBSBAWM Eric J. INDUSTRIA E IMPERIO. Ed. Ariel - Barcelona. Capítulo 3 La revolucion industrial, 1780-1840
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“De las obras y establecimientos públicos para facilitar el comercio de la sociedad.
En primer lugar, de los que son necesarios para la mayor facilidad del comercio en general.
Que sostener aquellas obras públicas que facilitan el comercio de un país, como son los caminos reales, los puentes, los canales navegables, los puertos, etc, han de necesitar diferentes grados de coste y expensas según los distintos períodos de la sociedad, es tan evidente que no necesita demostración. Los gastos para abrir y sostener los caminos públicos de cualquier país no pueden menos de aumentarse con el producto anual progresivo de la tierra y del trabajo del propio país, o con el aumento de la cantidad de efectos que es necesario que se conduzcan y pasen por aquellos caminos. La fortaleza y solidez de un puente habrá de ser también proporcionada al número y peso de los carruajes que han de rodar regularmente sobre ellos. La profundidad y caudal de aguas para un canal navegable no pueden menos do corresponder al número y cabida de toneladas de los barcos que regularmente deben navegar por ellos, Y la extensión de un puerto al número de bajeles que han de fondear y abrigarse en él.
No aparece como indispensable que los gastos de obras semejantes, a lo menos para su conservación, deban obtenerse de lo público (...). La mayor parte de aquellas obras pueden mantenerse de modo que ellas mismas den de sí lo suficiente para su propio coste, sin imponer esta carga al ramo de aquellas rentas públicas.
Cuando los carruajes que pasan por los caminos reales y puentes, y los barcos que navegan por los canales pagan el impuesto de portazgo a proporción de su peso, cabina y toneladas, contribuyen para sostener aquellas obras con una exacta proporción al deterioro y daño que ocasionan. No parece posible hallar un método más equitativo de sostener las obras públicas. Además, este impuesto, aunque verdaderamente lo anticipa el conductor, viene a pagarlo en definitiva el consumidor de los géneros que aquél conduce, pues a él es necesario cargarle el coste en el precio de los bienes vendibles. Pero como los costes de la conducción se aminoran considerablemente por medio de aquellas obras públicas, los efectos no pueden menos de venderse más baratos de lo que se venderían si no existiesen aquéllas, a pesar del impuesto, porque éste nunca levanta tanto aquel género como lo baja la comodidad de la conducción, y de este modo la persona del consumidor, que paga el impuesto, gana más de lo que pierde con este sobreprecio. El desembolso es exactamente proporcionado a su ganancia, y no viene a ser otra cosa que ceder cierta parte de utilidad por sacar otra mayor, con lo cual es imposible imaginar sistema más equitativo de imponer una contribución.”
SMITH .Adam. La riqueza de las Naciones ALIANZA EDITORIAL Madrid 2002
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“El algodón entonces era siempre entregado a domicilio, crudo como estaba en bala, a las mujeres de los hiladores, que lo escaldaban, lo repulían y dejaban a punto para la hilatura, y podían ganar ocho, diez o doce chelines a la semana, aun cocinando y atendiendo a la familia. Pero en la actualidad nadie está empleado así, porque el algodón es abierto por una máquina accionada a vapor, llamada el “diablo”; por lo que las mujeres de los hiladores están desocupadas, a menos que vayan a la fábrica durante todo el día por pocos chelines, cuatro o cinco a la semana, a la par que los muchachos. En otro tiempo, si un hombre no conseguía ponerse de acuerdo con el patrono, le plantaba; y podía hacerse aceptar en otra parte. Pero pocos años han cambiado el aspecto de las cosas. Han entrado en uso las máquinas de vapor y para adquirirlas y para construir edificios para contenerlas junto con seiscientos o setecientos brazos, se requieren grandes sumas de capitales. La fuerza-vapor produce un artículo más comerciable (aunque no mejor) que el que el pequeño maestro artesano era capaz de producir al mismo precio: la consecuencia fue la ruina de éste último, y el capitalista venido de la nada se gozó con su caída, porque era el único obstáculo existente entre él y el control absoluto de la mano de obra (...).”
CASTRONOVO Valerio La revolución industrial. Nova Terra, Barcelona, 1975
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"En 1832, Elizabeth Bentley, que por entonces tenía 23 años, testificó ante un comité parlamentario inglés sobre su niñez en una fábrica de lino. Había comenzado a la edad de 6 años, trabajando desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde en temporada baja y de cinco de la mañana a nueve de la noche durante los seis meses de mayor actividad en la fábrica. Tenía un descanso de 40 minutos a mediodía, y ese era el único de la jornada. Trabajaba retirando de la máquina las bobinas llenas y reemplazándolas por otras vacías. Si se quedaba atrás, "era golpeada con una correa" y aseguró que siempre le pegaban a la que terminaba en último lugar. A los diez años la trasladaron al taller de cardado, donde el encargado usaba correas y cadenas para pegar a las niñas con el fin de que estuvieran atentas a su trabajo. Le preguntaron ¿se llegaba a pegar a las niñas tanto para dejarles marcas en la piel?, Y ella contestó "Sí, muchas veces se les hacían marcas negras, pero sus padres no se atrevían a ir a al encargado, por miedo a perder su trabajo". El trabajo en el taller de cardado le descoyuntó los huesos de los brazos y se quedó "considerablemente deformada... a consecuencias de este trabajo".
BONNI Anderson, Historia de las mujeres: una historia propia, volumen 2, Editorial Crítica, Barcelona, 1991, Pág. 287- 288
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